En una esquina cualquiera, conjunción de dos calles sin
importancia que reunían a varios edificios de oficinas, se levantaba una
pequeña plaza. Menos que una plaza, en verdad, apenas si un pequeño rincón con
algunos bancos en que sentarse, y dos o tres árboles retorcidos que nunca
terminaron de crecer, los que producían más sombra en la noche que durante el
día.
Era una mujer joven, tal vez más de lo que su aire grave, su
mirada ausente y su gris abrigo permitían descubrir. El único indicio de que en
su interior había algún sentimiento, era la tenue sonrisa que acudía a sus
labios cuando él llegaba, al salir del trabajo, cada noche.
En el banco del otro extremo, el extremo sombrío, se sentaba
él -de lunes a viernes- a la hora en que muere la tarde y después de haber
terminado el trabajo, a esperarla a ella, a la mujer que adoraba. No tan joven
como la chica del banco de enfrente,
lucía -sin embargo- un aire
ausente y una mirada grave, que los asemejaba
.
Una tarde, ambos esperaron por horas, vanamente, hasta que fue evidente que no cabía más que
irse, que no tenía sentido esperar más. Su amada no vendría ya tan tarde, pensó
él, en tanto ella -preocupada- intentaba decirse que la ausencia de su amado no
significaba nada.
Y entonces, al levantarse cada uno de sus respectivos bancos,
se encontraron sus ojos, y se miraron por primera vez. Él ni siquiera advirtió
que las palabras salieron de su boca,
hasta que se oyó a si mismo decir:
- "Tal parece que hoy no
vendrán".
No podría decirse qué le sorprendió más a la joven, si el
que ese silencioso desconocido le hablara, o el darse cuenta que le contestaba,
con un débil:
- "Parece...".
Más eso fue todo, ni volvieron a hablarse ni sus ojos se
buscaron, y tomando cada cual su camino, se separaron perdiéndose en las
oscuras calles.
A la tarde siguiente, llegó él a la plaza, a la hora
acostumbrada, y ocupó su acostumbrado lugar. Tardó bastante en darse cuenta que
la joven del banco de enfrente no llegaba, tanto tardó, que para entonces su
amada ya estaba allí, y se fue sin pensar en más nada. Ella se había excusado
por la ausencia, y nada más importaba que caminar a su lado.
Era el comienzo del fin de semana, de modo que no fue hasta
el lunes siguiente que pensó en la joven, y sólo al llegar a la pequeña plaza.
El sitio vacío junto al farol le resultaba extraño, como si una parte del
paisaje faltara. Y siguió faltando aún, por un par de semanas.
Durante ese tiempo, se sorprendió a si mismo, varias
veces, pensando en ella. Imaginó mil
razones para su ausencia, volteó hacia la calle por la que llegaba cien veces,
y cien veces se preguntó a si mismo por qué le preocupaba. Ni siquiera sabía
quien era, y aparte de lo suave de su voz, de ella no conocía nada. ¿Qué
importaba su ausencia al llegar junto a él su amada? Nada, no importaba nada, y así, cada noche -de lunes a viernes- olvidaba a la joven, olvidaba su extraña
ausencia y a su voz suave también olvidaba.
Una tarde, ¿quién podría decir cuál? a la hora en que muere
la tarde, junto al poste y en el banco
acostumbrado, volvió a aparecer. Al
llegar él, ya estaba. Y la pequeña plaza nuevamente se veía -se sentía-
completa.
Todo volvió a ser como antes, o casi. Había una sutil
diferencia, quizá si no tan sutil, pero él no era capaz de notarla: siempre,
cada día , ella se quedaba en su banco hasta que se habían ido, sin que nadie
viniera a encontrarla. Y, además, los
miraba. Los miraba alejarse.
Él no lo notaba, pero alguien más si lo hizo: su amada. Y
más allá de sólo notarlo, mujer que era, se lo dijo:
- ¿No te has fijado como te mira ésa? Antes ni se preocupaba
de tí, pero ahora hasta te sigue con la mirada.
- ¿Tú crees? No sé, no me he dado cuenta, respondió. (Pero no pudo evitar el voltear a verla y, en
efecto, ella los miraba).
Pensó en ello aquella noche, y también -se sorprendió-
durante el día. Quizá podría decirse que esperaba la hora de irse a la pequeña
plaza. Y llegó la hora, y fue, y allí estaba, junto al único farol encendido, a
la hora en que comienza la noche y muere la tarde. Fue, aun sabiendo que
aquella noche no vendría su amada. Fue, porque la curiosidad lo mataba.
Y cayó la noche en la solitaria plaza, mientras él trataba
de disimular lo evidente: que la miraba.
Cuando ya no cabía otra cosa que irse, pues era hora avanzada,
y antes que él se levantara, lo hizo ella. Con paso lento caminaba y, al pasar
frente a él, le dijo aquellas mismas palabras:
- “Tal parece que hoy no vendrá”…
Sobresaltado, la miró, sin decir nada. Ella no siguió su camino, al contrario, se
quedó de pie allí, mirándolo, diríase estudiándolo con toda calma.
- No, no va a venir hoy.
Y yo lo sabía –fue su respuesta-. La verdad es que vine sólo para ver si tú
venías. Y para saber por qué lo sigues
haciendo, si ya nadie viene a por ti.
Una enigmática sonrisa apareció en su cara, y le contestó,
con voz suave y clara:
- No vengo por ti, si es lo que piensas. En realidad, vengo por mí. Vengo porque mi
novio de 5 años me dejó por otra, sin explicación.
- ¿Y eso que tiene que ver conmigo?
- ¿Contigo? Nada. Con ustedes, todo. Porque después de haber
sido abandonada, necesitaba saber, estar segura, que no todo el amor se había
acabado, sino solamente el mío… y cada
día que vengo, y veo que siguen juntos, puedo volver a casa creyendo que aún
existe el amor.
Y con esas palabras, se fue…
.