Caía la noche, una noche fría como son nuestras noches.
Recién salido del casino, donde había ido a cenar después
del trabajo, tomé el largo camino hacia el patio catorce. El catorce es el
último patio del campamento, el más apartado de todos, y en él se encuentran
nuestras habitaciones. Para llegar allí, hay que recorrer una senda larga y
angosta, que se abre camino por un sitio desolado, con apenas algunos edificios
bajos alrededor, y mal iluminada por unos cuantos faroles.
Terminaba ya la senda, casi al llegar al patio 10 -el más
cercano- cuando de una pequeña curva surgieron tres mujeres, que la ocupaban
por completo. Al cruzarnos, las saludé con el buenas noches de fórmula, que
contestaron no sin mirarme. A la escasa luz, alcancé a notar que la más pequeña
tenía el rostro arrugado de quien lleva años de sol. La siguiente era de
estatura media, y nada tenía que la hiciera destacar. La tercera, por el
contrario, se hacía notar por su tamaño (era grande por el lado que se le
mirara), y por su pelo desordenado teñido de un rojo anaranjado, un color tan
fuerte que se hacía visible aún en esa penumbra.
Seguí mi camino, mas no había dado ni dos pasos, cuando
escuché nítidamente una voz que decía: "ese señor que acaba de
pasar...". Volteé entonces la mirada por sobre el hombro, y alcancé a
notar que la que hablaba era la más grande, algo inclinada hacia las demás. Mis
pies se habían detenido, esperando escuchar el resto de la frase, pero el
viento, mismo que me había traído tan fácilmente sus palabras, el maldito
viento, cambió su sentido y se llevó con él las que restaban.
Ví entonces que lo que yo no había oído había sido
suficiente para que ellas voltearan hacia mí sus miradas, que en aquella falta
de luz no me permitían adivinar nada. Y seguí mi interrumpido camino, con la
cabeza baja, pensando, pensando en cuál sería el perdido final de esa oración.
Eran camareras, eso lo supe enseguida por su uniforme. Pero
no de mi patio, que a ésas las conozco. No sólo no las conocía, sino que además
nunca antes las había visto. Debían necesariamente haber llegado hace poco
tiempo. Y eso empeoraba las cosas. Las empeoraba, porque ¿qué podía aquella
mujer saber de mí, que valiera la pena de ser contado? ¿que valiera la pena
mirar por el hombro para verme mejor?
Y minutos después, ya en mi habitación, aún pensaba, trataba
deimaginar qué podría alguien decir de mí, y no lo conseguía. Y no lo conseguí
tampoco al día siguiente, ni los venideros.
Desde entonces trato de olvidar lo sucedido. Trato de
imaginar que nunca ocurrió. Porque -¿cómo no?- la duda me mata, me corroe el
alma cada vez que lo recuerdo.
Así, intento ahora no regresar solo por las noches al campamento,
busco alguna compañía. Porque cuando no la consigo, cuando recorro solo y en la
penumbra esa larga senda, no puedo evitar -cada tanto- mirar por sobre el
hombro, no puedo evitar el aguzar el oído, intentando
descifrar los sonidos que me traen las ráfagas de viento, con la fútil
esperanza de que -alguna vez- éstas me traigan de regreso las palabras que en aquella
ocasión me arrebataron, con la vana esperanza de llegar a conocer el final de
esa maldita frase...
.
A ver, yo te doy opciones: ese señor que acaba de pasar...
ResponderEliminar... se parece a mi primo.
... lleva una camisa muy bonita.
... es un bloguero famoso XD.
... va a ganar la lotería (¿qué?, podría pasar).
...
Bufff, tengo demasiado sueño para echarle más imaginación...
Jajajaja.. me ha encantado el comentario de la Doctora.. sobre todo la del primo...
ResponderEliminarPero creo que si les preguntaras a ellas ni recordarían siquiera lo que dijeron así que piensa lo del primo que es ir sobre seguro..
Besos
La curiosidad mató al gato.
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