14 enero 2013

Plaza Murillo



Plaza Murillo.
La Paz.
La noche cae acá más temprano,
y por eso, faltando aún para las ocho,
la oscuridad ha llenado todos los rincones de la plaza.

En uno de ellos, quizá si el más oscuro,
el más a cubierto de las miradas,
una joven mujer está sentada.
Viste pantalones negros, y botas,
Y un largo y no menos negro abrigo.
(Son frías las noches de verano, en La Paz)
Se ve oscura,
como la propia oscuridad que la rodea,
y solitaria,
tanto como se ve la plaza a esta hora.

Está allí,
sola,
en la penumbra,
al parecer sin más ocupación que doblar
y desdoblar, repetidamente, un trozo de papel.

Lo abre, lo extiende, lo alisa sobre su pierna,
para luego doblarlo a la mitad,
y a la mitad,
siempre lenta y pausadamente,
siempre longitudinalmente,
siempre a la mitad,
hasta convertirlo en una tira larga y delgada.

Solo entonces,
con el papel entre sus dedos,
levanta la mirada, lentamente, hacia una esquina de la plaza,
la más lejana,
la más iluminada.

Tras un breve momento,
toda su atención vuelve al pequeño papel.
Doblez por doblez, lo devuelve una vez más a la condición de hoja.

Y, sin levantar de él la vista,
como si nada más importara, vuelve a comenzar,
doblez por doblez...

El reloj de la plaza toca los cuatro cuartos,
y luego las ocho campanadas.

El papel es doblado una vez más,
la mirada se levanta una vez más,
pero ya nada vuelve a repetirse.

La joven mujer,
vestida de negro, sale de su oscuro rincón y,
atravesando la plaza,
se va.

La plaza queda más vacía,
y más fría,
que hasta entonces...


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