20 marzo 2014
Descalza...
Era ya de madrugada,
una noche de verano.
Esperaba, somnoliento, en mi auto
(¿acaso importa el qué esperaba?)
De pronto,
por la calle en frente mío, por aquella calle solitaria,
desde la oscuridad de una esquina
surgió inesperadamente, apareció de la nada.
De la nada,
una joven, una muchacha,
cuyos largos cabellos, sueltos,
cayendo por hombros y espalda,
cubrían
lo que el vestido de fiesta
con generosidad mostraba.
Sus piernas,
que en brusco contraste con el negro vestido,
en la penumbra
resaltaban,
sorprendentemente llegaban a su fin
en dos pies desnudos,
(si, desnudos)
que, desganados, el fresco suelo pisaban.
Al cruzar la calle, algo -sólo un poco- más iluminada
por unas cuantas luces distantes,
noté que en su mano llevaba
un par de zapatos,
zapatos de fiesta,
hermosos zapatos rojos,
que con destellos de rubí en la oscuridad brillaban.
Brillaban
con el movimiento de su mano,
y -al verlos- acusaban
ser la causa,
la razón de ser de esos pies desnudos:
los remataban unos altos,
delgados
(crueles, asesinos)
tacones,
tacones altos y finos.
[Para sus pies adolescentes,
la noche ha de haber sido una tortura,
pero,
¿no dicen que vale el "ver estrellas"
por sentirse -aunque sea unas horas-
el centro de las miradas, la más bella?]
.
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La de veces que he vuelto a casa con los zapatos en la mano, pero de eso hace ya mucho, mucho, tiempo,
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