Desde pequeño me gustó la naturaleza, y plantas y animales me atraían mucho. No es de extrañar, pues, que la primera vez que ví un acuario me quedara con la cara y las manos pegadas a él.
Muchos años más tarde, llegué a tener acuarios y peces, y aprendí mucho sobre el tema, hasta llegar a escribir sobre una especie de ellos. Pero los peces requieren de cosas que ya no tengo, como tiempo y paciencia, de modo que los dejé hace bastante tiempo.
Sin embargo, no puedo evitar cierta nostalgia cuando paso frente a una tienda y veo los acuarios llenos de peces, de modo que cuando tengo tiempo entro a mirar a un rato, y a conversar del tema si se dá la ocasión.
Así fue que hace unos días me encontré -en una calle que no suelo transitar- con una tienda que no conocía, y no pude menos que entrar a ver qué novedades había.
No era la gran cosa, sólo los peces más comunes. Pero mientras miraba, escuché al dependiente hablar con una cliente, y no me gustó mucho lo que le decía. Siempre hay que desconfiar un poco de los vendedores, por cierto, vendan lo que vendan (lo digo yo, que lo he sido). Esperé hasta que dejaron de hablar, cuando él se alejó, le comenté a ella que las cosas no eran tan así como le habían dicho. Terminamos conversando sobre sus peces, y me contó algo que en otro tiempo me habría alterado: ella lavaba -cada semana- el acuario completo, cada piedra, cada adorno, hasta dejarlo resplandeciente. Los peces los tomaba con sus manos y los retiraba para hacer la limpieza, nada de usar mallas o cosa parecida.
Como decía, en algún momento en el pasado eso me habría escandalizado, pues esas prácticas matan toda la fauna bacteriana necesaria para que haya un equilibrio en el acuario, pero he aprendido que los peces, si se les acostumbra, pueden vivir y crecer así (aunque tengan que olvidarse de tener un acuario con plantas y otros animales), y he aprendido también que hay mujeres a las que no se les puede quitar la costumbre de lavarlo y fregarlo todo los fines de semana, y que fregarían con cloro hasta al marido si pudieran atraparlo (algo sé de eso), así es que no cabía tratar de convencerla que eso no se debe hacer.
Sin embargo, algo habrá notado en mi cara, porque se sintió obligada a decirme que tenía los peces hacía mucho tiempo, y que no se le había muerto ni uno hasta entonces, ni siquera el escalar. Y si un escalar, con lo delicado que es, podía sobrevivir a eso, bueno, con mayor razón los demás peces que ella tenía, pensé.
Con eso, ya daba yo por terminada la conversación, pero al parecer ella no pensaba lo mismo, porque me empezó a contar de sus otras mascotas. Me habló de sus conejos, que andaban por todo su departamento, y eso me trajo a la memoria los conejos que yo tuve de adolescente, que eran dóciles como perritos (y no ladran) y más limpios que un gato, pues jamás ensuciaron la casa (ni arañaron los muebles). Y mientras yo estaba en mis añoranzas, me dijo que, como ella no soportaba malos olores, pues bañaba también a los conejos.
¿Baña los conejos? (eso ya era un poco irregular). Sí, y baño tambiéna mis cobayos... ¿bañas también a tus cobayos todas las semanas? le pregunté, pasando al tuteo de la pura sorpresa. Sí, me dijo, y da gusto ver cómo se ponen bajo la llave del agua al bañarse, para que el agua les corra por el lomo. Aunque a veces se me esconden cuando les toca el turno, no lo puedo negar, agregó.
Pero cuando realmente me dejó sin habla, fué cuando me contó que también bañaba ¡a sus hamster!... (es que se supone que no se deben mojar...)
Después de eso, consideré conveniente despedirme (no fuera cosa que llevara un jabón y un cepillo en la cartera...).
Cuando yo ya creía que -después de 51 años de conocerlas- las mujeres ya no podían sorprenderme, esta joven "bañadora compulsiva" echó por tierrra esa idea en menos de 10 minutos...
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