No culpes a la noche, dice una canción.
Y, en realidad, aunque la noche -noche de año nuevo- aportó lo suyo, como lo hicieron la intimidad, la música, el baile y las copas de champaña, no tuvo la culpa.
Si acaso hubo un culpable, fue ella.
Fue ella porque, si bien entonces no lo advertí, al recordar lo sucedido -tiempo después- me dí cuenta de que nada había sido casualidad.
Ni el que yo estuviera ahí,
ni el que quedáramos solos,
ni el que bailásemos,
ni el que la música de fiesta cambiara -tras algunas canciones- en música romántica, de esa que entonces se bailaba apretados.
Nada había sido casualidad, ni siquiera el que sus padres salieran, confiados en que yo estaba en su casa, y que como siempre había hecho con la pequeña niña, podía también esa vez cuidarla.
Todo lo había planeado.
¿Qué puedo decir?
De ninguna manera podría decir que no me gustaba,
si era tan linda,
si sus ojitos de gata brillaban cuando me seguía con la mirada,
si su cara se veía radiante cuando se colgaba de mi brazo,
si estaba siempre atenta a mí.
Cuando la conocí, era apenas una niñita, la hermana de una compañera de escuela.
Luego nos hicimos amigos con su hermano, un año menor que yo,
y por años, cada vez que iba a su casa,
veía sus ojitos mirándome, casi con adoración.
Eso se volvió un día motivo de burla para sus hermanas mayores,
que le decían cosas respecto a mí, que la enojaban, cada vez que yo estaba ahí.
Así, sabía yo que le gustaba a la pequeña, pero era una pequeña, y todo resultaba una broma.
El tiempo, sin embargo, no pasa en vano,
y llegó el día en que me dí cuenta que tras esos ojos ya no había una niñita,
sino una adolescente flacucha, cuya estatura ya alcanzaba mis hombros.
Una adolescente flacucha que seguía mirándome igual que antes, y escuchando lo que yo decía, e insistiendo -como siempre había hecho- en acompañar a su hermano y a mí donde fuéramos.
Nos estorbaba, por cierto, muchas veces. Y mi amigo luchaba por dejarla en casa (¿hay algo más molesto que una hermana menor?), pero era tan bonita, y me ponía unos ojos tan tristes cuando no queríamos llevarla con nosotros, que pocas veces lográbamos que se quedara (por cierto, el gato con botas no inventó esa mirada...).
Aquél año nuevo tenía yo 17 años, y ya podía salir de mi casa y volver de madrugada, después del brindis familiar con champaña.
Fui a casa de mi amigo, a saludar a toda su familia, como se acostumbra.
Y allí estaban todos.
Lo que no he podido nunca recordar es el cómo fue que se fueron después de un rato, no sólo las hermanas, y sus padres, sino aún mi amigo.
Entiendo que sus hermanas mayores salieran, y que sus padres hayan querido hacer lo mismo, pero nunca he podido acordarme dónde se fue mi amigo, que no me llevó con él.
Y allí quedamos los dos, solos, escuchando música, y conversando.
(¿Sobre qué conversaba yo con esa chiquilla de 13 años?)
De pronto, me dijo que la canción que entonces sonaba era su favorita, y me pidió que bailáramos.
Nunca fui bueno para bailar, pero ¿qué importaba si estábamos solos y nadie nos miraba?
No sé cuántas veces bailamos, hasta que la música -que ella había preparado- cambió.
Y el tema siguiente era romántico, y suave, y yo pensé en descansar un poco, pero ella -tomándome de las manos y mirándome a los ojos- me pidió que también bailáramos esa canción.
Bailamos, si, pero ¿cómo fue que desapareció la distancia que había entre los dos?
¿Cómo fue que sus manos llegaron a estar sobre mis hombros, y su cabeza reposó sobre mi pecho?
Creo que para entonces era ya la segunda o la tercera canción lenta ¿o no?
Lo único que recuerdo es que su cuerpo se sentía tibio entre mis brazos cuando alzó los ojos, esos ojos de gata, y -en la penumbra- perdió su mirada en los míos. No lo sentí entonces, pero lo entendí luego, que sus manos habían ido de mis hombros hacia mi cabeza, y la habían inclinado hacia ella.
Se empinó para alcanzar mi boca, y me besó...
Era un beso suave, muy suave, de unos labios que se hacían más y más cálidos. No podía soltarme, estaba literalmente colgada de mí, pegada a mi boca, y ¿qué hacer? cerré los ojos y me dejé llevar.
Qué besos me dio, sacré bleu, qué besos.
(Para ese entonces yo lo había probado todo, y mis labios conocían todo el cuerpo de una mujer, pero juro que besos como los que ella me dio, no los había probado.)
Ya no necesitaba colgarse de mí, ni sujetarme para que no escapara, que si yo hubiera podido pensar en algo en ese momento, lo último que se me habría ocurrido habría sido dejarla ir. Sus besos ya no eran suaves, sino apasionados, ya no de niña, sino de una mujer.
Entre un beso y otro (que sólo besos fueron) se nos escapó la noche de las manos, y sus padres regresaron. Nos separamos, yo medio confundido, pues las luces se habían llevado todo lo vivido, en un instante. En la puerta, después de un tierno beso de despedida, me dijo que iba a esperar por mí hasta ser un poco mayor. Yo le respondí que era yo quien la esperaría, convencido que no podía ser de otra manera.
Nunca pasó nada más, sin embargo, pues a poco nos mudamos de ciudad, y no volví a verla, ni a saber de ella (no existía messenger ni facebook) hasta diez o doce años más tarde, cuando ya la vida había pasado por sobre mí, haciendo estragos conmigo, dejándome frío y vacío y robándose mis sentimientos.
Estaba rellenita y sonrosada, casada y con dos hijos. Se veía tan diferente de la delgada y pálida chiquilla que recordaba, pero sus ojos de gata eran los mismos. Brillaban como antaño cuando me hizo recordar esa noche, y había un tono travieso en su voz cuando me confesó que ella lo había preparado todo y que sí, que ésos habían sido sus primeros -e inolvidables- besos.
Yo no se lo dije, pero la verdad es que nadie me había dado besos como ésos, y aunque no fueron -por mucho- mis primeros, nunca los pude olvidar...
[Esta historia es una prueba más de porqué no se puede confiar en las mujeres, ni siquiera en las adolescentes de rostro inocente y lindos ojos... :( ]
.