27 junio 2012

India de mierda...



Era temprano en la mañana, y el comedor estaba lleno de gente que desayunaba. Sus voces, unidas en un sinnúmero de conversaciones, formaban un murmullo incesante, que subía y bajaba según si comían o hablaban en ese momento.

Por uno de los pasillos formados por las mesas, empujando un carrito con azúcar y servilletas, circulaba una muchacha, una joven que apenas pasaba los veinte, vestida con uniforme de mesera y cubierta la cabeza con un pañuelo (es el uniforme de quienes trabajan en el casino). 

Contrariamente a lo que sucede comúnmente en ese comedor atestado de hombres, ante el paso de una mujer, pocos le prestan atención, o más de una mirada. Es que ella es una muchacha indigena, de piel muy oscura, ojos oblicuos y feos rasgos. No se ve atractiva, de ninguna manera, enfundada en ese ancho delantal. Camina con los ojos bajos y -no sin vergüenza- se acerca a las mesas, a cumplir con su trabajo de rellenar los azucareros y servilleteros que estén vacíos. No se siente cómoda, ni siquiera tranquila, en ese lugar tan distinto a su pueblo, y frente a esos hombres que -sin ser tan diferentes a ellas algunos- la miran con desprecio.

Nació y se crió en un pueblecito con tres docenas de casas, allá en el altiplano, a las faldas de un volcán. Se crió viendo a unas cuantas personas, todas como ella, y cuidando llamos y alpacas en las cercanías del pueblo. No puede pues acostumbrarse -todavía a esta edad- a trabajar rodeada de gente, que las más de las veces no es amable en absoluto.

Al pasar junto a una mesa, escucha una voz desagradable, que exclama a viva voz:
- ¡Y qué hace aquí, esta india de mierda?!!

No sólo a ella le sorprende la frase, y la dureza con que está dicha, sino a todos en el comedor, incluyendo a los compañeros de mesa del autor de ella. Pero, sin embargo, aparte de unas miradas reprobatorias, nadie hace o dice nada. La muchacha, con los ojos húmedos, sigue con su trabajo, aunque es notorio que quisiera salir corriendo de ese lugar.

Un hombre, uno solo entre el centenar que hay allí, se siente obligado a hacer algo, se levanta de su asiento y se acerca a la mesa del ofensor. De pié a su lado, le dice: 
- No debió decir eso, no debió decirlo. ¿No se dá cuenta de lo que hace?

Ante la falta de respuesta, vuelve a su lugar, para continuar con su desayuno, pero nada más sentarse, escucha nuevamente -y todos con él- la misma voz que se alza para decir:
- Bueno, y qué tanto, con la india de mierda?!

Y el hombre aquél cerró los ojos, apretó los dientes, y se levantó nuevamente. Y nuevamente fué hasta la mesa de aquél que había hablado y -con voz que parecía conciliadora, aunque no lo era- le dijo:

 - No debiste decirlo. No debiste decirlo. ¿No ves que si para tí ella no es atractiva, ni  importante, a lo mejor para otra persona lo es? Porque tú sabes que yo conozco a tu mujer, y es harto fea, más fea que ella. (todos los oyentes se sorprendieron ante estas palabras) Pero está mal que yo te diga eso. No debería haberlo dicho, porque para tí no debe ser fea. Algo tienes que haber visto en ella que te hizo enamorarte y casarte.
Entonces, tú tampoco digas cosas como ésa. ¿No ves que ella también es una persona?

Y volvió a su mesa, sin esperar réplica. Réplica que nunca llegó, por lo demás.

El que había ofendido a la muchacha se puso de pié, tomó su bandeja y se retiró molesto, soportando las burlas de sus compañeros, que ahora sí, y para eso, habían sacado la voz.

Pasados un par de días, a la hora de la cena, la chica estaba ahí, de nuevo, en su trabajo de siempre, cuando desde una mesa la llamó un hombre. Era el que había hablado en su defensa, de modo que se acercó, con los ojos bajos, sin mirarlo a la cara. Él le pasó un formulario en blanco, y le dijo:
- Hay postulaciones para Trainee*. Postula.
Ella, sin decir nada, volvió a lo suyo, con la hoja en la mano.

(*Trainee es un programa de entrenamiento para conductores y operadores de equipos mineros).

Dos días después, mientras pasaba por entre las mesas con su carrito, alguien le tomó del brazo. Ella miró asustada, y era el mismo hombre, otra vez. Sin soltarla, le preguntó:
- ¿Postulaste?.
Sin mirarlo a los ojos, la chica respondió, casi en un susurro, 
- Es que yo no tengo licencia para manejar.
- Postula -le dijo él- Eso no importa.
- Si yo nunca me he subido ni a un auto -dijo ella-.
- No importa -afirmó tajante él-. Siéntate.

Y -aunque no podía hacer eso mientras trabajaba- ella se sentó a la mesa, enfrente suyo.

El hombre empezó a preguntarle sus datos personales, y escribía sus respuestas en un nuevo formulario, que había sacado de un maletín. Al terminar, le pasó la hoja, y le dijo: 
- Firma.
Y ella, calladamente, obedeció.

El hombre le dijo:
-Bueno, ahora sólo hay que esperar.
Y ella, otra vez en silencio, volvió a su trabajo.

Más tarde ese día, el hombre entregó el formulario al encargado de las postulaciones, y le dijo:
- Llámala.
El encargado quiso decir algo, pero él insistió, sin darle tiempo: 
- Llámala.

Pasó el tiempo, y la llamaron, y aunque no abandonó su costumbre de mirar hacia abajo y guardar silencio, aprobó el entrenamiento, y la Compañía la contrató como chofer de un camión de 250 toneladas.


Muchas cosas cambiaron con eso para ella, pues aunque para muchos en ese lugar no dejará nunca de ser una india de mierda, ahora ya no es una mesera con un pobre sueldo, sino que es una operadora calificada que trabaja en una minera, y gana 7 veces lo que ganaba.
Quizá, con eso, ya no le duelan tanto frases como la de aquella vez. O quizá si le sigan doliendo igual. ¿Quién sabe?



¿Y el tipo que le dijo esa frase cruel?

Bueno, ahí sigue en su trabajo, seguramente odiándola más que antes, ya que ahora gana más que él... No creo que nunca se haya imaginado, ni en su peor pesadilla, que con decirle india de mierda le iba a cambia la vida para su bien.

[Esto no es cuento, ocurrió de verdad. El hombre que la defendió era, por cierto, un instructor del programa Trainee, y se procupó en todo momento de que saliera delante.]

La imagen es sólo para ilustrar, no tiene relación con la historia.

17 junio 2012

De padres e hijos.


Mi padre, cuando era hijo.
(Todos los padres fuimos hijos alguna vez)

Hoy es -por estas latitudes- el día del padre.

Si no fuese por los comerciantes (benditos sean) que se preocupan de recordárnoslo a cada momento por la tv , probablemente pasaría desapercibido.

Y claro, cuando el padre de uno se fue hace tiempo "al otro patio", no hace maldita la gracia que te hagan ver escenitas conmovedoras de padres e hijos.

Quise mucho a mi padre. Pero me consta que de sus 7 hij@s, ninguno lo hizo pasar las penas que le hice pasar yo. Ninguno discutió con él, así de fuerte como lo hice yo, y por ningún otro -que yo sepa- derramó lágrimas como hizo por mí.

Soy casi el último de la familia (tengo una hermana menor), y esa es una de las razones por las que creo ser el que más vivió con él. los mayores son del tiempo en que mi papá era joven, y por tanto, no tan abierto ni tan agradable como con su hijo menor. Alguno de mis herman@s me ha dicho que  no recuerda a mi padre de la misma forma que yo. Seguro que es así. No puede haber sido lo mismo criarse con un padre sano, que mantenía la casa y tomaba las decisiones, que con uno enfermo, resignado a sufrimientos, dolores y paulatina pérdida de la movilidad de su cuerpo.
Mala herencia me dejó, por cierto, pues llevo la misma enfermedad. Pero haber estado cerca de él en ese tiempo me facilita las cosas. Sé como vienen las cartas, cosa que él entonces no sabía.

Si tan sólo hubiera seguido sus consejos (que pese a ser sabios, no son sino los que cualquier padre daría a su hijo), otro gallo cantaría. Estudia, fue uno de ellos. Y aquí estamos, siendo nada, por no escucharlo.

Muchos otros consejos le oí, y más de una vez, pero hice caso omiso, y bastantes lágrimas me ha traído eso. Tantas, como me trajo el que se haya ido antes de que pudiera ver que, si bien en un momento me torcí demasiado, pude recuperarme y terminar mi vida derecho como un álamo.
Lamento tanto, tanto, haber tardado demasiado en tener un hijo, porque ni él pudo conocerlo, ni pudo mi hijo disfrutar de un abuelo entretenido, como sí lo hicieron algunos de sus prim@s.

Creo que si mi padre viviera, estaría tal vez no orgulloso, pero sí satisfecho de lo que he logrado después de comenzar con el pié izquierdo. Lo creo, de verdad. Pero nada me quita la pena de que no haya llegado a saberlo.

Cuando miro a mi hijo, porfiado como yo a su edad, recuerdo que mi padre siempre me decía, cuando yo le discutía algo: 
"no le enseñe a su padre cómo ser hijo".

Es una pena que la experiencia propia no le sirva a nadie, más que a uno mismo.



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15 junio 2012

Sueños...


Hay quienes dicen:
"Sigue tus sueños"
"Aférrate a tus sueños y lucha por alcanzarlos"
y otras frases por el estilo.

¿Nunca habrán pensado -me pregunto- antes de hablar, que los sueños de algunos pueden ser la pesadilla de otros?

No es cosa de andar dando consejos así, a cualquiera -digo yo- como si todos fuesen iguales...  ¬¬

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12 junio 2012

De zorros y letreros...


Es común que –alguna noche- le parezca a uno ver una sombra deslizarse en la penumbra reinante. Y no es extraño que, cuando se mire en esa dirección, se vea desaparecer rápidamente la silueta inconfundible de un zorro.

No, no es raro que los zorros campeen por nuestro patio después del anochecer, como lo hacen por toda la minera.  No es raro tampoco que se encuentren con alguien que, despreciando los letreros de prohibición que inundan el campamento, les arroje algo de comer.


Lo que no es nada común, y sí bastante raro, es que uno de ellos se haya aparecido por nuestro patio, a media mañana, y habiendo allí personas trabajando. Eso sí resulta extraño.
Y por eso mismo los muchachos se apuraron a ir a la oficina, para contarme la novedad. 
Salí pues, y allí estaba, tranquilamente sentado –como si fuera su casa (en estricto rigor, lo es)- tomando sombra, un zorro (culpeo, que le llaman los puristas). Un zorro,  al parecer un jovenzuelo,  descansaba allí a 7 u 8 metros de nosotros, como si no nos viese, o no le importase nuestra presencia.


Después de mirarlo por unos momentos, y de que él se dejara tomar fotografías con los infaltables celulares, mientras pensaba yo en el por qué estaría ahí, a esa hora y en actitud al parecer tan despreocupada y lejana de sus hábitos, empezó a morder una esquina de una gran caja de cartón que había en frente de él, y a masticar los trozos que le arrancaba.

Y entonces entendí qué hacía ahí a mediodía y a plena luz, y tan cerca de seres humanos: tenía hambre.

Volví a mi oficina, tomé un sándwich de carne que había guardado del desayuno y me acerqué decididamente al zorro. Se alejó un poco, nervioso, pero sin quitar los ojos de mi mano extendida.  Arrojé entonces el pan hacia donde estaba,  y se abalanzó  sobre él, devorándolo concienzudamente, olvidado por completo de mi cercanía. 


Sólo cuando hubo acabado de comer pareció recordar dónde y con quién estaba, y de un ágil salto se alejó a un lugar más protegido, de donde –sin embargo- no dejaba de mirarnos. 


Alguien más le arrojó un pan, y esta vez lo tomó y se fue a comerlo más lejos, donde no pudiéramos verlo, para luego volver y sentarse a la sombra –nuevamente- aunque evidentemente más relajado.


Volvimos  a nuestro trabajo, cada uno a lo suyo, y el zorro seguía allí, posando para todo aquél que se enteraba de su presencia y venía a fotografiarlo (las noticias corren rápido en un lugar lleno de hombres), y sólo cuando ya dejó de ser novedad -algo así como una hora más tarde-  sin que nadie advirtiera el momento,  desapareció tan quietamente como había llegado.

Más de alguien me criticó el haberle dado de comer, no sólo porque está prohibido, sino porque dizque le estaba haciendo daño. ¿No sabes acaso, me decían, que se acostumbran a que les den comida, y luego no saben vivir en la naturaleza?  Alguien más me dijo también que, hace ya diez años, cuando esta mina empezaba recién a trabajar, ya había zorros en estos lugares, y no necesitaban de nuestros sándwiches  para sobrevivir. Y otro agregó que hace cosa de un año se habían ya acostumbrado a llegar por las noches a los botaderos, donde descargan los grandes camiones el mineral, y se sentaban allí a esperar que los conductores(as) les arrojaran comida. Y que ésa fue la razón de la aparición de tanto letrero de prohibición de acercarse y de alimentarlos.
Yo me quedé callado, porque no puedes discutir contra una prohibición, pero tengo mi opinión bien clara respecto a ese tema.

Es cierto que se le hace daño a un animal silvestre acostumbrándolo a darle comida. Pero, yo pienso (como pensé al ver a ese animalito  comer cartón) que más vale un zorro aquerenciado vivo, que un zorro silvestre muerto libremente de hambre en alguna oquedad del desierto. A quienes dicen que los zorros estaban aquí “desde antes”, quisiera recordarles que “antes” no estábamos nosotros alejando o destruyendo todo bicho vivo en kilómetros a la redonda. ¿Qué puede encontrar para comer un zorro en el desierto más seco del mundo, cuando a las condiciones propias de su entorno, se le agrega una nube de fino polvo que todo lo cubre poco a poco?  ¿Qué puede encontrar, cuando las mineras (no sólo ésta, todas a la vez) utilizan cuanta agua encuentran para sus procesos, y han secado ríos, aguadas  y salares? No hay aves, no quedan insectos, y los pocos ratones que sobreviven cerca del hombre, en los campamentos o en la faena misma,  son eliminados con veneno. Por cierto, cuando alcé la voz para decir que era un peligro envenenar los ratones, porque podían ser comidos por los zorros y morir también estos, la señorita encargada de medio ambiente me dijo, tranquilizadoramente, que el veneno que usaban no mataba zorros. Maravilla de la técnica moderna, ese veneno tan inteligente.  Ah, y por cierto, según la misma señorita, antes de abrirse esta mina, no habían ratones silvestres en esta zona. Es decir, todo ratón que exista hoy, no puede ser un ratón endémico, susceptible de ser protegido, sino que son ratones comunes y deben eliminarse. Interesante ¿no?, habían zorros, pero no habían ratones, alimento natural de éstos…  Esta naturaleza, tan sabia ella…

No es fácil ser zorro hoy en día, en el Desierto de Atacama. Pero ésa no es una razón válida, dicen, para que uno intente quitarle el hambre a un zorro (culpeo, para los puristas), arriesgando su entera libertad (libertad de morirse de hambre, diría yo).

No lo sé, pero supongo que los zorros tendrán el mismo pensamiento que yo acerca de esos letreros...


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06 junio 2012

Lo que el viento se llevó...



Caía la noche, una noche fría como son nuestras noches.
Recién salido del casino, donde había ido a cenar después del trabajo, tomé el largo camino hacia el patio catorce. El catorce es el último patio del campamento, el más apartado de todos, y en él se encuentran nuestras habitaciones. Para llegar allí, hay que recorrer una senda larga y angosta, que se abre camino por un sitio desolado, con apenas algunos edificios bajos alrededor, y mal iluminada por unos cuantos faroles.

Terminaba ya la senda, casi al llegar al patio 10 -el más cercano- cuando de una pequeña curva surgieron tres mujeres, que la ocupaban por completo. Al cruzarnos, las saludé con el buenas noches de fórmula, que contestaron no sin mirarme. A la escasa luz, alcancé a notar que la más pequeña tenía el rostro arrugado de quien lleva años de sol. La siguiente era de estatura media, y nada tenía que la hiciera destacar. La tercera, por el contrario, se hacía notar por su tamaño (era grande por el lado que se le mirara), y por su pelo desordenado teñido de un rojo anaranjado, un color tan fuerte que se hacía visible aún en esa penumbra.

Seguí mi camino, mas no había dado ni dos pasos, cuando escuché nítidamente una voz que decía: "ese señor que acaba de pasar...". Volteé entonces la mirada por sobre el hombro, y alcancé a notar que la que hablaba era la más grande, algo inclinada hacia las demás. Mis pies se habían detenido, esperando escuchar el resto de la frase, pero el viento, mismo que me había traído tan fácilmente sus palabras, el maldito viento, cambió su sentido y se llevó con él las que restaban.

Ví entonces que lo que yo no había oído había sido suficiente para que ellas voltearan hacia mí sus miradas, que en aquella falta de luz no me permitían adivinar nada. Y seguí mi interrumpido camino, con la cabeza baja, pensando, pensando en cuál sería el perdido final de esa oración.

Eran camareras, eso lo supe enseguida por su uniforme. Pero no de mi patio, que a ésas las conozco. No sólo no las conocía, sino que además nunca antes las había visto. Debían necesariamente haber llegado hace poco tiempo. Y eso empeoraba las cosas. Las empeoraba, porque ¿qué podía aquella mujer saber de mí, que valiera la pena de ser contado? ¿que valiera la pena mirar por el hombro para verme mejor?

Y minutos después, ya en mi habitación, aún pensaba, trataba deimaginar qué podría alguien decir de mí, y no lo conseguía. Y no lo conseguí tampoco al día siguiente, ni los venideros.

Desde entonces trato de olvidar lo sucedido. Trato de imaginar que nunca ocurrió. Porque -¿cómo no?- la duda me mata, me corroe el alma cada vez que lo recuerdo.

Así, intento ahora no regresar solo por las noches al campamento, busco alguna compañía. Porque cuando no la consigo, cuando recorro solo y en la penumbra esa larga senda, no puedo evitar -cada tanto- mirar por sobre el hombro, no puedo evitar el aguzar el oído, intentando descifrar los sonidos que me traen las ráfagas de viento, con la fútil esperanza de que -alguna vez- éstas me traigan de regreso las palabras que en aquella ocasión me arrebataron, con la vana esperanza de llegar a conocer el final de esa maldita frase...



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02 junio 2012

Bienvenido...



En un pasillo de una tienda, me crucé con una joven pareja.
A su lado, un carro a medias lleno con artículos para el hogar.

Ella extendía una cortina de baño, estudiándola y seguramente imaginando cómo se vería una vez puesta.
Él la sostenía del otro extremo, para que ella pudiese verla cómodamente.

Al esquivarlos para pasar, alcancé a escuchar que él le decía, con cierto tono -muy ligero- de reproche:

- Pero, amor, hemos comprado de todo, menos lo que vinimos a comprar...

Ella, como quien oye llover, inclinó un tanto la cabeza hacia un costado, e hizo un mohín de disgusto, como si considerara que la cortina no era la adecuada, y sin siquiera mirarlo, le dijo fríamente:

- Necesitamos una nueva cortina para el baño...


Me fui pensando para mí mismo: un novato, un pobre iluso.
Y me dieron ganas de devolverme y decirle:

Bienvenido a la vida real, 
bienvenido
a la vida de casado...

Pero, obvio, no lo hice.
Es que hay cosas que sólo se aprenden por propia experiencia. No las cree uno cuando se las cuentan.




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