30 julio 2012

¿Qué hace una muchacha como tú...?

Sí, ¿qué hace una muchacha como tú, en un lugar como éste?

Esa frase es lo primero que se me vino a la mente cuando me encontré con esta íntima prenda femenina (que una muchacha tan sorprendida como yo por el hallazgo describió como una panty sloggi invisible, al hombre que la acompañaba).


Me resultó muy curioso que estuviese allí, en la sección de ropa interior masculina, ubicada al otro extremo de la tienda, muy lejos de su símil femenina, y colgada de un perchero, así, como si nada.

Y resultó ser toda una entretención observar lo que hacían quienes la veían:

Tocarla con un dedo, como examinándola; no sin mirar hacia ambos lados, cogerla y extenderla, para no perder detalle; tomarla con la punta de los dedos, y arrojarla más allá, como despejando el área de tan perniciosa cosa o simplemente -cosa que hizo el joven que trabajaba en esa área- moverla continuamente de un lado a otro, como si definitivamente no supiera qué hacer con esa prenda tan suave y delicada.

Supongo que así debe ser como atravesó sección por sección de la tienda, hasta quedar allí, manoseada hasta decir basta, y sin que nadie se atreviera a llevarla hasta su lugar.

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26 julio 2012

Al tercer canto del gallo...



Cantó el gallo.
Un canto largo y algo estridente.
En la negrura de su conciencia, no lo advirtió siquiera. No significó nada para él, en la cómoda tibieza de su lugar.

La hora pasó y, en las profundidades de su mente, algo quiso reaccionar al escucharse el segundo canto del gallo, como si un poco de luz se hubiese abierto paso en la oscuridad.
Pero no fue suficientemente luminosa como para hacerlo consciente de lo que hacía.

Y volvió a caer en la profundidad de las tinieblas.

Mas el gallo cantó por tercera vez.
Y el sonido de este tercer canto pareció distinto, más fuerte, más estridente,

Y entonces sí, al profético tercer canto del gallo, un rayo de luz penetró entre las tinieblas de su mente, disipándolas, y se hizo así, de pronto y casi violentamente, consciente de lo que había hecho:


Había ignorado no sólo tres, sino muchas veces el sonido del despertador. Ya no eran las 05:30, hora de levantarse, sino las 06:45!, casi la hora de entrar a trabajar...



(Olvidé poner mi despertador, parece, y el gallo que escuché era la alarma del celular de mi compañero, que ignoramos ambos unas 6 o 7 veces. Eso se llama acostarse agotado después de un mal día...)

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25 julio 2012

Dios mío...



Esta mañana, muy temprano (antes de las seis), fui al Terminal de buses, a esperar la llegada de mi hijo, que había viajado por un par de días. Prefiero ir a buscarlo, porque ese barrio no es muy recomendable.

Mientras esperaba, observé la llegada de una mujer.  Andaba con un pantalón de ésos que se ajustan a las piernas -aunque en este caso poco tenían a qué ajustarse- y con un polerón de esos que llevan gorro,  el que tenía puesto, por lo que sólo se le veía la cara. Una cara algo macilenta.

Me llamó la atención porque merodeaba de un lado a otro, nerviosamente, hasta que finalmente pudo colarse hacia los andenes. Una vez allí, partió derecho hacia el primer basurero de los varios que había, y comenzó a registrar su interior.

Una voz dentro de mí dijo;

- Dios mío...! con un tono de sincero dolor.

Mas, la seguí mirando en su quehacer, y advertí que estaba equivocado en mi primera impresión. No revisaba los basureros en sí, buscando algo que comer, sino el cenicero que sobre cada unos de ellos había, en busca de restos de cigarrillos.

Entonces, al ver eso, la voz dentro mío dijo:

- Dios mío!!!, esta vez con un tono de desagrado.

Y fue -creo- sólo segundos después que volvió a repetir:

- Dios mío!, pero esta vez con un terrible tono de vergüenza...


Y es que, ¿quién soy yo para juzgarme mejor que los demás?
Muchas veces ni siquiera me doy cuenta de que lo hago. Esta vez, sí.



[Entiéndase (para evitar errores) qu la expresión "Dios mío" es -en todo caso- sólo el resabio de la educación recibida en una familia católica.]

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24 julio 2012

Esa cosa que llaman hombría.

Yo siempre me he considerado muy hombre para mis cosas. Pero no consigo llevarme del todo bien con mis congéneres. Para andar más o menos bien tengo que morderme la lengua las más de las veces, cosa en la que no soy muy bueno, por lo que supongo que ésa es la razón que hace años que no tengo ningún amigo.

Y es que en el fondo, yo no soy distinto a los demás hombres. 
Me gustan las mujeres, y mucho. De hecho, no hay nada en este mundo que me guste más que las mujeres. Tanto así, que casi casi me da lo mismo como vengan por fuera, que con ser mujer ya me basta. 


Por lo que respecta al sexo, ufa, creo que me gusta más que a muchos, y no hay para mí placer más grande que tener entre manos el cuerpo de una mujer, y hacer con ella todas las miles de cosas que mi imaginación y mis deseos puedan inventar. 

Hasta ahí, no parece haber diferencia entre los demás y yo. 
Y es que la diferencia no está en el fondo, sino en la forma. 

Porque yo, como todo hombre que de tal se precie, siento ganas (muchas) de poseer a cuanta mujer me parezca atractiva (en mi caso, demasiadas), pero si para ellos la hombría consiste en conseguir cuantas de ellas se pueda, sin importar las promesas hechas a su pareja, para mí -todo lo contrario- la hombría reside en sentir esas ganas y, teniendo la posibilidad de sacárselas, ser capaz de quedarse con ellas y no sentir que "has desperdiciado tu vida" por eso. 

Porque yo pienso que si un día se dijo: "te amo y estaré contigo para siempre", fue pensando y sintiendo que sería para siempre, y no es cosa de olvidarlo sólo porque uno tenga sangre caliente (tal vez demasiado caliente) corriendo por las venas.

Y eso, no cualquier hombre lo entiende.

[Y, digámoslo, muchas mujeres tampoco...]

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22 julio 2012

Al calor del estío

Cuando enfrentó esa calle, y la vio empinarse sobre la pronunciada ladera del cerro, plena de sol veraniego, cuando miró el pedregoso suelo reseco por el calor, le pareció una tarea demasiado ardua –diríase imposible- el recorrerla cuesta arriba, yendo casa tras casa, golpeando puerta tras puerta.

Su trabajo consistía en una tarea que a la mayoría le parece insignificante, y que es –definitivamente- ingrata: debe leer el medidor de consumo de agua, en cada casa del barrio que le asignen. Este cambia cada mes, en una larga rotación que le lleva a recorrer la ciudad, en toda su extensión, cada tres o cuatro meses. Son horas y horas de caminar, de golpear puertas, de encontrarse con gentes no siempre amables y –no pocas veces- también con gente que le enrostra el alto costo del agua, gente que le insulta y hasta le agrede, al ver en él personificada la empresa que –inflexible- exige el pago de sus deudas. No toda la gente es así, es verdad, pero es tan poca la que le trata en forma agradable, que se pierde entre las demás.

Ese día no había sido bueno. Para nada. Pasó por varios disgustos y aún un hombre intentó pegarle, indignado por el hecho de que le llevara una nueva cuenta (que se agrega a las que no ha podido pagar), siendo que hacía un mes que le habían cortado el suministro de agua. Es lo malo de que le tocara un sector de la periferia: allí la gente tiene menos dinero -o no lo tiene, simplemente-,  
muchas calles no tienen pavimento y a quienes son como él se les mira casi como a un enemigo.

Por eso, al verla abrirse frente a él, lamentó profundamente el no haber advertido antes –el barrio es desconocido para él- esta calle agreste. De haberlo sabido, habría comenzado por ella, temprano en la mañana, cuando el sol no castiga tanto como al mediodía y el ánimo todavía no ha decaído tanto. Son ya cerca de las tres de la tarde, y sobre la ladera del cerro –como sobre su espalda- el calor se hace insoportable.

Sin embargo, no hay nada que no pase, llegado su momento. Y así es que a pesar del sol, de la tierra, de las piedras del camino y las malas caras, llegó finalmente al final de la calle. Sólo le restaba una casa, la última, colindante con la ladera. Terminaba con esa y podría regresar a la oficina, llenar los informes diarios y volver a casa. Él nunca almuerza, por propia elección, precisamente para terminar más temprano y poder irse. Almorzar le significaría salir cuando menos dos horas más tarde.  Y para ese hombre, para ese joven de recientes 18 años, es importante tener algo de tiempo para hacer algo, para sentir que vive.

Se paró frente a la puerta, la última puerta de ese día, y la encontró abierta, de par en par. No es algo inusual en estos barrios el que las puertas permanezcan sin cerrar todo el día, así como que las ventanas no tengan vidrios, y sólo una cortina separe el interior del exterior. La mayoría de la gente que en ellos vive procede del sur, del campo, donde nadie cierra nada, y los vecinos saludan al pasar a quienes desde dentro de la casa observan el ir y venir de la gente. Sus compañeros de trabajo, bastante mayores y por mucho más conocedores de su trabajo –en el que llevan años- le han dicho que en estos casos, cuando la puerta está abierta y nadie responde a sus llamados, debe entrar sin más, anunciándose, para ser atendido.  O bien, acercarse a una ventana y descorrer la cortina, para ver si hay alguien dentro.  Esto, que a él parece punto menos que imposible, es costumbre para ellos, que lo hacen aún sin necesidad. Le han dicho que así han conseguido ver, no pocas veces –en medio del verano- a alguna muchacha tendida en su cama en ropa interior, viendo televisión, o bien a alguna mujer de más edad, en plena faena de descuidado cambio de ropa. 

Pero él no podía hacer esas cosas. Va contra la forma en que lo educaron, y además se moriría de vergüenza si se encontrara con una mujer a medio vestir. No es que a su edad no haya hecho de todo con más de alguna chica, pero no le parece propio irrumpir en la intimidad de una mujer  de esa manera. De modo que se quedó ahí, frente a esa puerta, frente a esa casa, la última que le falta. 

No sabía qué hacer. Había golpeado varias veces. Había gritado más de una vez –a la usanza del campo- un “alooo”, con la voz más fuerte que ha podido. Pero no parece que haya nadie en esa casa de dos pisos, la más imponente de toda la cuadra, de cuyo interior no se ve sino un largo pasillo, que discurre desde la entrada hasta una habitación vacía, una docena de metros más allá. Aparte del vano de dos o tres puertas que se abren a ambos costados, no se aprecia nada más. Eso lo inquietó. ¿Qué hacer? Aun cuando se fuera sin leer lo que marca el medidor, tiene que entregar la cuenta del mes anterior. Y su jefe le hará volver al día siguiente, sin importar cuán lejano esté el sector que entonces le corresponda. 

Pensando en esto, finalmente se decidió a entrar. No había dado más que dos o tres pasos, cuando apareció desde una de aquellas puertas una jovencita, que se sorprendió al verlo en el pasillo. Era una  muchacha atractiva, e iba vestida de acuerdo al calor reinante, con una pequeña camiseta que poco la cubre y una faldita de algodón todavía más breve que aquella. Y, cosa que es evidente, bajo esa camiseta no hay más que su piel.

Él se atropelló tratando de explicar a que iba, y por qué entró de esa manera, pero la muchacha sólo le sonrió y lo hizo pasar, diciéndole que el medidor del agua ha quedado instalado dentro del dormitorio, cuando su madre hizo remodelar la casa.  El joven la siguió, dispuesto a hacer su trabajo e irse a descansar, por fin. 

La muchacha, en tanto le abría camino, gritó:

- Mamá, veeen. Que vienen a ver el agua.
- Pero velo tú niña, qué tanto grito - se escuchó lejana la respuesta-
- Mamá, ven. Es que tienes que ver algo.

Al darse cuenta que el joven está mirando alrededor, en busca del hasta entonces invisible medidor, le dijo –con una inocente sonrisa-:

- Quedó ahí, dentro de ese closet.

¿Dentro del closet? se preguntó para sí mismo, pero allá fue, abriendo la puerta corrediza del enorme closet que cubre la pared, para encontrarse con mucha ropa, y con una  veintena de pares de zapatos, en el lugar en que se suponía estaría su objetivo.

Al volverse a mirarla, para preguntarle de qué se trata todo esto, se encuentra con que la mamá ya ha llegado, y que está mirándolo de arriba abajo, como si le estuviera poniendo precio. Debe tener unos cuarenta años, pensó él, pero qué cuarenta. Esa es la impresión que le dio su cuerpo pleno de curvas, para nada ocultas por un revelador camisón negro, y ese escote que –de por sí- fue más que suficiente para dejarlo sin habla. La ropa interior que bajo la traslúcida tela se veía claramente, era tan breve como transparente.

No supo qué decir, y nada dijo. Sólo se quedó mirando a esa mujer que le devolvía la mirada, y que con una sonrisa, le decía a su hija:

- Tenías razón. Valía la pena venir. Es lindo. 

Él sintió que sus mejillas se acaloraban, y se dio cuenta de que se había ruborizado sólo un instante antes de que la muchacha dijera:

- Mira, lo hiciste ponerse colorado.

Y rieron las dos de buena gana, mientras él no sabía qué hacer, ni que decir, ni dónde poner los ojos para quitarlos de encima de ella.

No supo cómo le salió la voz, una voz temblona, para decir:

- Necesito leer el medidor del agua.

La mamá de la chica, con una cálida sonrisa, le respondió:

- Está ahí, donde le dijo mi hija. Debajo de los zapatos.

Y allí fue él, y de rodillas en el suelo comenzó a apartar zapato tras zapato, y le parecía que no se acabarían nunca. 

Escuchó entonces la voz de la mamá, muy cerca de él, diciéndole:

- Joven.

Al voltearse para mirarla, se encontró con que ya no estaba en la entrada de la habitación, sino junto a él, muy junto a él. E inclinada de tal manera que lo único que podía ver eran sus grandes tetas.

- Joven, no me maltrate los zapatos, ¿quiere? Son caros.

Levantó un poco más los ojos y encontró su cara, con una sonrisa que pretendía inocencia, mucho más cerca de lo que esperaba.

Se volvió, con un:

- No, señora.

Y continuó en su tarea. Cuando por fin terminó (tras un par de minutos que le parecieron años) y la trampilla apareció en el suelo frente a sus ojos, escuchó de nuevo:

- Joven, oiga, joven.

Esta vez se volteó con más cuidado, temeroso de la vista que le esperaba, pero antes que ver nada escuchó unas risitas, que lo alarmaron más de lo que ya estaba.

Y las risitas venían de las otras hijas de la señora, que ahí estaban también, mirándolo, enfundada una en un mínimo short y una holgada blusa, y la otra (la mayor) imitando el atuendo de su madre, con el agravante de que nada sostenía sus pechos bajo la transparente tela.

- ¿Viste que es lindo? –dijo la menor (la que le había recibido al llegar).
- No –dijo la hermana mayor- no es que sea lindo, es que está riiiico.
- Yo me lo comería –dijo la del short-, ahora mismo.
- Chís!, pónganse a la fila – habló la mamá.
- Oigan, yo lo ví primero – terció la más pequeña, con tono de berrinche.
- Bah, pa’ qué nos llamaste entonces pues, te lo hubieras comido calladita -dijo la segunda-. Ahora respeta a tus mayores y espera tu turno.

Su rostro estaba rojo como un tomate cuando se volvió hacia la trampilla, la abrió de un tirón y –en la penumbra reinante dentro del closet- más adivinó que leyó lo que marcaba el medidor. Anotó la lectura en la gran libreta de registro que llevaba, y cerrando la trampilla hizo ademán de levantarse, pero  no alcanzó a hacerlo: lo detuvo la voz de la mamá de aquellas muchachas, que le decía con tono serio:

- Me imagino que no pensará dejarme todo desordenado, ¿no?

Él miró hacia atrás por el rabillo del ojo, y vio una muy cercana muralla de piernas, ocho hermosas piernas, cerrándole el paso, de modo que empezó a poner los zapatos de vuelta en el rincón del closet, rápidamente. Mientras esto hacía, escuchó unos murmullos conspiradores, un roce suave y unas risitas contenidas. Cuando terminó de ordenar y se volvía para levantarse, algo rozó su mejilla y cayó sobre su hombro, algo perfumado que resbaló por su brazo hasta el suelo: un triángulo de tela y encaje negro. Un triángulo que minutos antes había visto –y muy bien- al final de unas torneadas piernas. Se quedó helado. Y escuchó entonces las voces de aquellas malvadas, que se burlaban de él, diciendo
:
- Ay, si se puso nervioso, pobreciiito.
- Así se ve más rico todavía…
- No tengas miedo, m’ijito, si yo te voy a cuidar bien... (dijo la mamá)
- Yo me voy a comer a besos esos labios tan rojitos…

(Sólo mucho después notaría que sintió el roce de sus pechos contra sus brazos, y una mano fuerte que le agarraba el trasero, al pasar por entre ellas hacia la puerta, mientras lo perseguían sus risas…)

No fue sino hasta que había corrido unas cuatro cuadras calle abajo, cuando se dio cuenta de que había cometido un error: no les había entregado la cuenta del mes. Tendría que volver. Tendría que volver, pero ¿cómo? No quería pasar por nada de eso de nuevo.

Desandar el camino se le hizo eterno, y la pendiente de la calle aparecía aun más pronunciada. Cuando finalmente llegó a la puerta, pasó largos minutos frente a ella, en silencio. Ni un ruido provenía de la casa, y hasta parecía que nada de lo que acababa de vivir hubiera sucedido realmente. La misma paz que cuando llegó la primera vez. Nada, ni un ruido.

¿Qué hacer?

Recordó entonces que todas ellas habían llegado de algún lugar al interior de la casa, y que en la habitación en que había estado, la primera de la derecha, no había nadie hasta que la muchacha le llevó allí. De modo que con pasos rápidos y evitando hacer ruido, se adentró por el pasillo, se asomó al dormitorio y –viéndolo vacío- dejó la cuenta sobre el primer mueble que encontró a mano. No pudo evitar, antes de salir, dar una mirada alrededor. Nada indicaba que algo hubiera sucedido allí pocos minutos atrás.
Salió de la casa, y se fue tan rápidamente como la primera vez. Al doblar la esquina, sin embargo, dio una última mirada calle arriba, y tuvo un sobresalto. Le pareció que, afirmada del marco de la puerta,  una entristecida chiquilla lo miraba alejarse…


-.-


Al mes siguiente, uno de sus compañeros lo llamó aparte, en la oficina, y lo reconvino, por haber ido a esa casa. 

- ¿No ves, idiota, que todas las lecturas del último año tienen el mismo consumo? ¿Cómo no te ibas a dar cuenta de que ese medidor está malo? Nosotros, para no perder dinero, cuando vamos a esa calle le ponemos una lectura falsa a esa casa, le vamos sumando los mismos 8 metros cúbicos todos los meses, y todo el mundo está contento. La cuenta simplemente la tiramos dentro por la ventana. Ahora tú fuiste, encontraste gente en una casa donde nunca hemos encontrado a nadie, y traes una lectura tan diferente a lo que hemos puesto, que el jefe me ha mandado a mí a revisar que pasó. Y a mí me tocaba el otro extremo de la ciudad, pero por ti tendré que perder tiempo yendo hasta allá.

El joven, algo compungido y disculpándose (por no haber advertido algo que no tenía como advertir), le contó entonces lo que le había visto en aquella casa, y lo que le había pasado, con el fin de que -entusiasmado con la idea de ver mujeres semi desnudas- ya no lo molestara más.

Al día siguiente, aquél compañero llegó más enojado aún que el día anterior. Había ido a la casa, pero no había encontrado a nadie, pese a que fiel a sus costumbres, entró sin dilación. Se consideró burlado, creyendo que la historia que le contó era falsa, y en venganza le dijo al jefe que la lectura estaba equivocada, que había sido un error del novato, y que la lectura era otra, una que sí se correspondía con lo que era habitual cada mes. Eso le valió una multa y un largo sermón.

Cuando, meses después, le tocó volver a ese barrio y a esa calle, aunque  hizo lo que tenía que hacer y agregó 8 metros a la lectura anterior, arrojando la cuenta por la ventana, no pudo evitar acercarse a aquella puerta y mirar hacia dentro, hacia ese silencioso y solitario pasillo, y le costó contener las ganas que tenía de entrar.
Y es que necesitaba convencerse a sí mismo que aquella historia era real, que la había vivido, y que no era sólo una alucinación febril causada por el excesivo calor del estío.


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11 julio 2012

La noche que nos visitó la Reina de Hielo...


Era noche cerrada. Sólo se oían, lejanos, los ruidos del taller, en donde los técnicos trabajaban -como cada noche- con el sólo deseo de que la hora pase pronto, que el turno se acabe y llegue el momento de irse a dormir. Vivir de noche está bien para los murciélagos y los ratones, los hombres nunca acaban de acostumbrarse a ello.

Allí, en su oficina, el bodeguero de turno ingresa pedido tras pedido, intentando no dormirse sobre el teclado, tan concentrado, que no advierte cuando llegan a la ventanilla de atención dos técnicos. Uno de ellos es el jefe de mantención. Deberían esperar ahí ser atendidos, pero ese es un lugar frío, y puesto que no hay nadie de quien preocuparse a esa hora, y la puerta está entornada, entran a la oficina, y se paran detrás del bodeguero, con quien inician una animada charla, dejando para después lo que los ha llevado hasta ahí. Todo es válido para acortar la noche. 

A sus espaldas, sólo está el resto del mobiliario, estanterías con archivadores, las impresoras y un par de escritorios vacíos a esta hora. Unos pasos más allá, la oficina del jefe, tan solitaria como el resto.

De pronto. en medio de la conversación, se ven interrumpidos por una fría risa de mujer, que suena -escalofriante- a sus espaldas. Ambos técnicos se vuelven de inmediato, sorprendidos, y miran hacia la vacía oficina, sin ver nada más que los muebles y un par de computadores encendidos. Se vuelven entonces hacia el bodeguero, que imperturbable continúa con su trabajo, y tras mirarse, extrañados de su impasibilidad, le preguntan, casi al unísono:

- ¿Escuchaste?!!

- ¿Qué?, les responde aquél, mientras continúa tecleando.

- ¿ Cómo que qué? -tercia uno- esa risa. Una mujer se rió...

- ¿Una mujer? ¿de dónde va a salir una mujer a esta hora? Las digitadoras se fueron temprano, como siempre, ¿quién se va a estar riendo aquí?

Ambos técnicos vuelven a mirarse, y bajando el tono, se preguntan:

- ¿Tú la escuchaste, no es cierto?

- Sí, pu'. La escuché clarito, y bien cerquita atrás mío.

- Yo también, sonaba aquí mismo dentro de la oficina.

- ¿Y cómo éste dice que no escuchó nada? 

- No sé, será que donde estaba trabajando no la oyó...

- Pero si se oyó clarito, aquí mismo...

En tanto esto decían, el bodeguero seguía aporreando el teclado, agachando la cabeza. Tal vez porque la hora pasaba y no quería tener que dar excusas a su jefe por el retraso, en la mañana. Tal vez.

Viéndose ignorados, y temerosos además de que se repitiera esa risa tenebrosa y fría, decidieron irse, volver a la seguridad del amplio taller, olvidados incluso de que habían ido hasta allí para hacer una compra que necesitaban...

Cuando se fueron, el bodeguero dejó de ocultar la sonrisa que asomaba a sus labios, y rió, rió de buena gana.

Las cosas no quedaron ahí. Los espantados técnicos esparcieron el rumor entre todo el turno, y unos primero, otros después, fueron llegando ante la ventanilla -ni pensar en entrar- a preguntar sobre lo que había sucedido. El bodeguero, con una seriedad a toda prueba, insistía en que no había escuchado nada. Los afectados, desde un lugar cercano a la ventanilla, apuntaban que sí, que había ocurrido, que ellos -los dos- la habían escuchado: una mujer se reía...

Se esparció la noticia por todo el taller. "En la bodega penan", "Sí, se apareció una mujer, y se reía..."

Cuando la cosa empezó a pasar a mayores, y ya habían escuchado la historia hasta el personal de otras empresas, llegó a la bodega -como para constatar la veracidad del asunto- el Supervisor de turno de la propia minera, preocupado por el efecto negativo que el rumor estaba produciendo sobre el trabajo (la producción baja cuando hay algo sabroso que comentar), y ¿cómo no?, picado también por la curiosidad.

Viéndose interrogado directamente por quien es la máxima autoridad en el área durante la noche, al bodeguero no le quedó otra que revelar la verdad:

- Es culpa de mi jefe, dijo. Yo no hice nada. 

- ¿Cómo que es culpa de tu jefe? ¿Acaso no se fue a la hora que debía? ¿Está aquí todavía? 

- No, no, si se fue, pero tarde. Y se le quedó el computador encendido, por eso que éstos se asustaron...

- No entiendo, dijo el supervisor, ¿que tiene que ver el computador de tu jefe con que éstos anden diciendo que aquí penan?

- Mi jefe, pues, que le cambió el sonido al aviso de correo nuevo, y le puso una risa de mujer. Y como llegó un correo justo que éstos estaban aquí, escucharon la risa atrás suyo y se asustaron... 
Yo no les dije nada, ellos se convencieron solitos de que estaban penando...

-o-

Lo cierto es que odio -literalmente odio- los sonidos de windows, en especial el aviso de correo nuevo. Por esa razón, lo reemplacé durante mucho tiempo con un canto de pajarillos. Un día los muchachos me dijeron que estaban aburridos de tanto pájaro (me llegan decenas de correos en el turno), de modo que lo cambié, y les puse un gato. Los maullidos de gato pueden resultar enervantes, cuando se repiten mucho, así es que lo cambié por un mono. El mono no era una buena elección, considerando que a mi propio jefe le apodan así y podía sentirse ofendido, de manera que les puse un burro. Pero ellos dijeron que con un rebuzno se sentían como que les estaba diciendo que eran unos burros (cosa que por demás era cierto, ya que me molestó que me hicieran cambiar mis pajarillos), y terminé poniéndole una risa de mujer, "para que alegre el ambiente", les dije. 

La risa fue aceptada, y se quedó.

El único detalle es que la risa en cuestión no era tan alegre en realidad: era la risa gélida y burlona de la Reina de Hielo, un personaje de un juego online que usé alguna vez, y que había guardado por allí con otros muchos archivos de sonido wav. Al escucharla de día, parece una risa fresca solamente, pero al escucharla de noche, y a sus espaldas, les pareció a aquellos técnicos la más fría y tenebrosa de las risas...


[Eso les pasa por meterse a la oficina sin permiso, saben bien que les está prohibido entrar]


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03 julio 2012

El Ejecutivo

Obra en un acto.


Lugar: Una caja de una tienda por departamentos.


Personajes:
- Vendedora 1 (mujer de treintaitantos)
- Vendedora 2 (mujer de veinteyalgo)
- Vendedora 3 (mujer de masdecuarenta)
- Clientes varios


I  Acto


[Vendedora 1 está en la caja, atendiendo a varios clientes, que esperan su turno en una breve fila.
En ese momento hace su entrada Vendedora 2, que viene recién llegando, cartera en mano y muy ufana y sonriente. Saluda a su compañera con tono alegre, mientras guarda la cartera bajo el mesón.]

V2 - (Jovial) 
¡Hola!

V1 - (Mirándola por sobre el hombro, mientras dobla un prenda)
¿Y tú? Tan contenta que vienes...

V2 - (Con brillo en los ojos y alegremente)
Sí, es que me comí un ejecutivo...

V1 - (Sorprendida)
¿Que quéé?

V2 - (bajando un poco la voz y ya sin entusiasmo)
Que me comí un ejecutivo, y estaba rico...

V1 - (Mirando de reojo a los clientes presentes y suavizando la voz)
Pero ¿cómo dices eso y te quedas así, tan fresca?

V2 - (Con tono compungido)
¿Y qué tiene? Pero si estaba bueno...

[Antes de que Vendedora1 responda, hace su aparición Vendedora 3, que advirtiendo de lejos que algo sucede, interviene conciliadora]

V3 - (Interrogando con tono suave)
¿Qué pasó?

V2 - (Con voz reprobatoria)
Que ésta llegó tan fresca diciendo que se comió a un Ejecutivo...

V3 - (A V1)
Ah, ¿te comiste un ejecutivo? ¿Y qué tal?

V1 - (Con algo de recuperado entusiasmo)
Estaba bueno
 (y agrega enseguida suavizando el tono)
Aunque me salió un poco caro. Pero estaba tan aburrida de lo mismo todos los días, que pensé que me lo merecía.

V2 - (Que no ha perdido palabra mientras sigue atendiendo a los clientes, todos ellos escuchando la singular conversación)
¿Y encima tuviste que pagar tú?

V3 - (Con tono de profesora que enseña a un alumno algo lento)
Sí, tuvo que pagar, como todos los que piden un Almuerzo ejecutivo...

V1 - (Con un ligero rubor en las mejillas y tono de excusa)
Almuerzo...  Es que como dijo un ejecutivo, yo pensé que era un Ejecutivo...
(Y agrega, como para empeorar lo dicho) 
Y hasta pensé: ésta está recién casada y ya anda contando a todo el mundo las cochinadas que hace...


[Los clientes se miran entre sí, y sonríen tontamente, simulando que todos habían entendido desde el primer momento que se trataba de un almuerzo ejecutivo...]

[Cae el telón]



Jugadas que nos hace el habla cotidiana...

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