16 enero 2014

Y no todas fueron princesas...


Poca gente había, a esa hora, en la tienda (habían abierto hacía poco).

En el primer piso, entre los estantes y percheros llenos de la más variada ropa de mujer, una joven limpiaba los pisos, con una ancha mopa. Se movía de un lado a otro, sin mayor prisa.

No se la podría describir de otra manera que diciendo que es negra, así tan profunda es la obscuridad de su piel, así tan obscuro su cabello, peinado en un ramillete de diminutas trenzas. Es negra, mucho, tanto como es hermosa. 
Sí, más que linda, es hermosa.

Su juventud ayuda, por cierto, pero no puede negarse que sus rasgos son más delicados de lo que se esperaría para ese tono de piel. Es alta, y su cuerpo se adivina bien proporcionado, bajo el basto y holgado uniforme de trabajo.

Sin embargo, algo hay en ella que llama más la atención que su belleza: el aire de tristeza que la rodea y la acompaña.

Su mirada parece perdida, como si en lugar de en esa tienda, estuviese en un lugar muy lejano. No parece prestar atención a nada de lo que la rodea, si bien no deja de hacer su trabajo.

De pronto, tropieza con una prenda de ropa, de ésas tantas que las clientas de la gran tienda dejan caer al suelo, con fría indiferencia. Se inclina a recogerla, y al ir a ponerla sobre un perchero, ve colgado en éste un hermoso vestido, de una sutil tela rosa.

La joven se queda inmóvil, mirando el vestido. Y, como si no pudiera impedirlo, como si nadie pudiera impedírselo, sus manos de ébano lo cogen suavemente, muy suave, con admiración, con recogimiento.

La mopa ha caído de entre sus dedos, y yace sobre el reluciente piso de cerámica, junto a la olvidada prenda que hace un momento recogiera.

Una de sus manos lleva, tomado el colgador, el vestido hacia su cuerpo, cubriéndolo. La otra toma la manga izquierda, y la extiende hacia el costado. Levanta entonces sus ojos, y brillan, sus ojos brillan, al encontrar frente suyo en un gran espejo reflejada su imagen. El suave rosa de la vaporosa tela contrasta con su oscura piel, y la mirada que hace un momento era la tristeza personificada, ahora resplandece de belleza.

Sus ojos, no obstante, se cierran y, al ritmo de quizás qué desconocida melodía, sólo por ella oída, inicia unos pasos de baile que, rítmicamente y por gracia de algún extraño hechizo, la llevan libremente por entre estantes, perchas y espejos, en una danza de ensueño.

Sus pasos la traen de regreso al lugar en que comenzó su sueño, donde, sea por azar o por otro inexplicable motivo, su pie pisó la abandonada mopa.

Detúvose entonces, bruscamente, y abiertos sus ojos nuevamente frente al espejo, esta vez vió lo que cualquiera podía ver: a la chica del aseo con un vestido rosa en las manos. Y con gran desconsuelo, con infinita tristeza, volvió a su percha el vestido, recogió del piso la prenda aquella, y volvió a su trabajo.

Y créaseme que, aunque toda ella era tristeza mientras limpiaba,
más triste,
mucho más triste me sentía,
al mirarla,
yo.

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13 enero 2014

Spa para colibríes


Nuestro jardín ya no es lo que era, está bastante venido a menos.
Se ha vuelto un tanto agreste, y muchas plantas crecen a su aire, liándose unas con otras.
En esta época se puebla de flores, de diversos colores y tamaños. La mayoría de ellas son flores de cáliz largo, apropiadas para alimentar a los colibríes.
Por eso, a lo largo de los años, siempre hemos tenido el gusto de contar con una visitante permanente, una pequeña y descolorida hembra, y con un molesto y desagradable visitante ocasional, un macho zumbante y lleno de color, que no se deja fotografiar.
El saberse bello lo ha convertido en un odioso y arrogante divo y, ¿quién soporta a alguien así?
Suele venir por unos segundos solamente, y agitado, enojado, intenta llevarse a la siempre discreta damisela que busca la sombra de nuestro cubierto jardín.
A veces lo logra, pero las más de ellas no. Y allí sigue ella, tan gris y tan tranquila como siempre, disfrutando de la paz de la tarde, y de la frescura que proporciona la vegetación. A ella si le he tomado fotografías, incluso en momentos íntimos, como aquella vez en que -con mi pobre celular- la tomé en medio de su baño.

Es cierto que nuestro patio ya no es tan tranquilo y silencioso como antes, pues tenemos una pareja de inquilinos afroamericanos, ruidosos como ellos suelen ser,  a los que instalamos en un rincón, junto a los mioporos y con plantas creciendo alrededor de su jaula. Nacidos y criados entre cuatro paredes, el solo ver vegetación alrededor los ha hecho aún  más alegres y bulliciosos que lo que ya eran. 
Estos inquilinos son una pareja -que no creo sean realmente pareja porque jamás se han apareado- de coloridos Inseparables (agapornis), que ya no pueden tenerlos en la casa que los tenían, y nos han llegado con visa de turista, pero con serias pretensiones de convertirse en inmigrantes ilegales.
Sin embargo, aún con el bullicio de los Inseparables incluído, nuestro jardín sigue siendo un lugar apropiado para descansar, ya que no hay otros ruidos, y el tránsito de personas es mínimo.

De modo que, aunque me alegró mucho darme cuenta de ello, no fue totalmente una sorpresa encontrarme con que, en lugar de una colibrí reposando a la sombra de nuestro jardín cubierto, habían esta semana 3 de ellas. 
Un gusto para mí verlas descansar, acicalarse y también alimentarse, sin importarles que yo esté allí, a dos pasos de ellas.
Es un pequeño consuelo para quien siempre ha soñado con ir de safari fotográfico, con mucho tiempo disponible y una cámara con un gran lente, para registrar todas las maravillas que nos dá la naturaleza.


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09 enero 2014

Paso de cebra...



Soy malo, malísimo, para adivinar la edad de las mujeres.
Por eso, no podría decir la edad que ella tenía.
Pero, como sea, no puede haber tenido menos de los fatídicos cuarenta,
y probablemente hayan sido unos cuarenta y cinco.

Y, no obstante, se veía bien.
Se veía muy bien, de pié en la esquina, enfrentando el paso de cebra.
No podía cruzar, pues ¿qué conductor/a se detiene en un paso de peatones, a menos que haya una señal o un semáforo?
Muy pocos, casi ninguno, actualmente.

Se veía molesta, por no poder cruzar.
Mas, aún con la molestia reflejada en su cara -¿o quizá si por eso?- se veía atractiva.

De pronto, así, intempestivamente,
un auto se detuvo para dejarla pasar,
y detrás de él todos los que le seguían.
Ella, en principio sorprendida, comenzó luego a cruzar.
Miró al conductor, con una sonrisa, supongo que agradecida por el paso cedido,
pero la sonrisa se congeló de inmediato en su cara, al advertir que él -a su vez- la miraba lascivamente, con cara de lobo que mira una ovejita.

Enojada, con los colores subidos al rostro, su mirada se volvió dura, y parecía que con ella quisiera apuñalarlo. Pero no podía hacer otra cosa que seguir cruzando (los automóviles detenidos se acumulaban).

Entonces, al ver la furia en sus ojos, el conductor que "se la comía con los ojos" sacó media cabeza por la ventana, y le dijo, con fuerte voz:

"Pero no se enoje, m'ijita... al contrario, debería alegrarse que todavía está como para pararse a mirarla cruzar..."

Por el lugar donde estaba, no pude ver la cara de ella al escuchar eso.
¿Se le habrá quitado el enojo?
¿Habrá sonreído, aunque fuese íntimamente?

Vaya a saber uno...

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03 enero 2014

De amarillo en año nuevo




Faltan un par de horas para el año nuevo
Por la poco concurrida calle,
una mujer se acerca.
Viste de negro, un negro profundo,
sólo un poco, muy poco,
más oscuro que su piel.
La oscura tela, orlada de dorado,
se ciñe a su cuerpo,
marcando cada una de sus arriesgadas,
peligrosas, rotundas curvas,
se abraza a sus cimbreantes caderas,
y mantiene con ellas una lucha incansable.

La mujer se ve muy bien, muy,
¿quién osaría decir otra cosa?
Mas, su vestido es tan corto,
y tan ceñido, que
entre lo que las piernas suben
y las manos bajan,
cualquiera puede ver que ella
es de las que cree, decididamente,
en la magia del color amarillo
en las noches de año nuevo...



(Nunca he entendido ese afán de ponerse faldas tan cortas,
 y tan ajustadas, que luego tienen que bajárselas con ambas manos, cada 5 pasos.  
Cosa de mujeres, supongo...)

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