29 mayo 2013

Así, no vale...


No sabía qué esperar, esa mañana de lunes.
No sabía qué esperar, porque no era un lunes cualquiera.
Era el lunes siguiente a esa noche de sábado.
Ésa noche de sábado, ésa, distinta a cualquier otra,
en que luego de la cena de la empresa, y de la fiesta,
y de las abundantes copas,
ella abandonó su altísimo pedestal,
para bajar a la fría tierra en que él se movía.
La fría tierra desde la que él,
sin locos sueños ni vanas ilusiones,
la admiraba al pasar, cada día.
No sólo bajó ella de su pedestal, esa noche de sábado,
no sólo se puso a su altura,
sino que además pareció notar -por vez primera- su existencia.
Y de qué modo lo hizo:
Aún tenía pegado a su cuerpo su perfume,
aún tenía marcada en el hombro la huella de sus pequeños dientes,
aún sentía en sus manos el calor de su cuerpo.
De qué manera ella advirtió que existía,
que estaba vivo, que sentía.
De qué manera.

Por eso, no sabía qué esperar esa mañana de lunes.
No sabía qué esperar.
¿Cómo sería su llegada?
Habitualmente, antes de verla, sentía el aroma de su perfume.
Unos cuantos segundos más tarde, aparecía.
Aparecía en el vano de la puerta,
caminando con paso de modelo y aires de diosa
bajada del Olimpo.
Nunca lo miraba siquiera (ni a él ni a nadie, a decir verdad).
Nunca lo miraba.
Con la frente en alto y la vista perdida en algún punto lejano
-un punto demasiado lejano para él- pasaba directo a su oficina.
Él la veía pasar,
como podría un sapo ver el paso de la luna llena en el cielo nocturno,
con el corazón sobrecogido por su inalcanzable belleza.
El sapo tiene -sin embargo- el consuelo de poder cantar a la luna,
con su fea y ronca voz, desde su húmedo lugar en el estanque.
Consuelo que él no tenía,
pues nada podía decir a su paso,
sólo podía -en completo silencio- mirarla pasar.

Un perfume conocido, demasiado conocido,
demasiado sentido, interrumpió sus pensamientos.
Se quedó allí, de pie,
frente a la puerta, como cada día hacía,
como cada día era su deber hacer.
Y unos cuantos segundos más tarde,
tras su perfume,
como cada día, entró ella, con sus aires de diosa
y su mirada fija en un punto lejano, más allá de él.
Mucho más allá de él.
Nada había cambiado.
Ella seguía siendo la misma.
La misma deidad olímpica de arrebatadora belleza.
¿Qué esperabas? se preguntó.
¿Qué esperaba? Nada, se respondió.
Nada, que al cabo él estaba sobrio, como era su deber,
pero ella tenía algunas,
varias, copas de más esa noche de sábado.
En el fondo, siempre supo que era por una escalera de copas,
que ella había bajado de su pedestal.
Siempre supo que era el alcohol
lo que le había hecho bajar la vista
-de ese lejano punto en el horizonte-
hasta encontrarse con sus ojos.
Siempre lo supo.

Pasó casi todo el día.
Pasó casi todo ese día lunes, en su boca un sabor amargo.
El amargo sabor de la realidad.
Hacía entonces una ronda, lo habitual,
y al pasar frente al baño de damas, sintió ese aroma,
su aroma,
y luego el sonido de la puerta.
Quiso alejarse de allí, apurar el paso, pero no alcanzó.
No alcanzó, unas gráciles manos le sujetaron por detrás,
firmemente, de sus brazos.
Antes de que pudiera hacer nada,
esas manos subieron a sus hombros,
y sintió que lo embriagaba su perfume,
sintió un aliento cálido en su cuello,
sintió unos pequeños y conocidos dientes
aprisionar ligeramente su oreja.
Cerró los ojos, helado, sorprendido, espantado.
Entonces, escuchó una voz suave, casi un susurro,
que le decía:
"No sueñes. No te pases películas.
Ya sabes como es, lo que se hace ebria, no vale..."

Él sólo bajó la cabeza,
y sin siquiera intentar volverse, respondió:
Lo sabía.
Lo sé...
Sin más, las manos se desprendieron de él,
y al sonido de unos pasos rápidos,
el perfume y su dueña se alejaron...

Pasó -inexorable- el tiempo.
Y un día -meses después-
cuando ya todo doloroso recuerdo había quedado atrás,
cuando ya había aprendido a no seguirla con la mirada cada mañana,
cuando por fin podía fijar la vista en el vacío de la puerta,
en algún punto más allá de ella,
sucedió:
Ella lo miró.
Buscó sus ojos mientras entraba, y lo miró.
Su rostro era inescrutable,
como siempre,
pero lo miró,
reconoció su existencia.
Y para él,
eso fue todo lo que necesitaba.
Nunca más hubo una palabra entre los dos.
Nunca más.
Pero no importaba.
Una mirada era suficiente.

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Escribí esta historia anoche, luchando por no pensar en que hoy operaban a mi negrita, finalmente. La escribí tratando de no pensar en lo que podría o no pasar, en lo que ocurriría hoy, mientras estaba yo lejos de ella, en mi trabajo. Afortunadamente todo parece haber salido bien. Ahora sólo resta esperar.

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