21 agosto 2014

La Plaza.




En una esquina cualquiera, conjunción de dos calles sin importancia que reunían a varios edificios de oficinas, se levantaba una pequeña plaza. Menos que una plaza, en verdad, apenas si un pequeño rincón con algunos bancos en que sentarse, y dos o tres árboles retorcidos que nunca terminaron de crecer, los que producían más sombra en la noche que durante el día.
 
Era una mujer joven, tal vez más de lo que su aire grave, su mirada ausente y su gris abrigo permitían descubrir. El único indicio de que en su interior había algún sentimiento, era la tenue sonrisa que acudía a sus labios cuando él llegaba, al salir del trabajo, cada noche.

En el banco del otro extremo, el extremo sombrío, se sentaba él -de lunes a viernes- a la hora en que muere la tarde y después de haber terminado el trabajo, a esperarla a ella, a la mujer que adoraba. No tan joven como la chica del banco de enfrente,  lucía -sin embargo-  un aire ausente y una mirada grave, que los asemejaba
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Una tarde, ambos esperaron por horas, vanamente,  hasta que fue evidente que no cabía más que irse, que no tenía sentido esperar más. Su amada no vendría ya tan tarde, pensó él, en tanto ella -preocupada- intentaba decirse que la ausencia de su amado no significaba nada. 

Y entonces, al levantarse cada uno de sus respectivos bancos, se encontraron sus ojos, y se miraron por primera vez. Él ni siquiera advirtió que las palabras salieron de su boca,  hasta que se oyó a si mismo decir:

- "Tal parece que hoy no vendrán".

No podría decirse qué le sorprendió más a la joven, si el que ese silencioso desconocido le hablara, o el darse cuenta que le contestaba, con un débil:

- "Parece...".

Más eso fue todo, ni volvieron a hablarse ni sus ojos se buscaron, y tomando cada cual su camino, se separaron perdiéndose en las oscuras calles.

A la tarde siguiente, llegó él a la plaza, a la hora acostumbrada, y ocupó su acostumbrado lugar. Tardó bastante en darse cuenta que la joven del banco de enfrente no llegaba, tanto tardó, que para entonces su amada ya estaba allí, y se fue sin pensar en más nada. Ella se había excusado por la ausencia, y nada más importaba que caminar a su lado.

Era el comienzo del fin de semana, de modo que no fue hasta el lunes siguiente que pensó en la joven, y sólo al llegar a la pequeña plaza. El sitio vacío junto al farol le resultaba extraño, como si una parte del paisaje faltara. Y siguió faltando aún, por un par de semanas. 

Durante ese tiempo, se sorprendió a si mismo, varias veces,  pensando en ella. Imaginó mil razones para su ausencia, volteó hacia la calle por la que llegaba cien veces, y cien veces se preguntó a si mismo por qué le preocupaba. Ni siquiera sabía quien era, y aparte de lo suave de su voz, de ella no conocía nada. ¿Qué importaba su ausencia al llegar junto a él su amada? Nada, no  importaba nada, y así,  cada noche -de lunes a viernes-  olvidaba a la joven, olvidaba su extraña ausencia y a su voz suave también olvidaba.

Una tarde, ¿quién podría decir cuál? a la hora en que muere la tarde,  junto al poste y en el banco acostumbrado, volvió a  aparecer. Al llegar él, ya estaba. Y la pequeña plaza nuevamente se veía -se sentía- completa.

Todo volvió a ser como antes, o casi. Había una sutil diferencia, quizá si no tan sutil, pero él no era capaz de notarla: siempre, cada día , ella se quedaba en su banco hasta que se habían ido, sin que nadie viniera a encontrarla.  Y, además, los miraba. Los miraba alejarse.

Él no lo notaba, pero alguien más si lo hizo: su amada. Y más allá de sólo notarlo, mujer que era, se lo dijo:

- ¿No te has fijado como te mira ésa? Antes ni se preocupaba de tí, pero ahora hasta te sigue con la mirada. 

- ¿Tú crees? No sé, no me he dado cuenta, respondió.  (Pero no pudo evitar el voltear a verla y, en efecto, ella los miraba).

Pensó en ello aquella noche, y también -se sorprendió- durante el día. Quizá podría decirse que esperaba la hora de irse a la pequeña plaza. Y llegó la hora, y fue, y allí estaba, junto al único farol encendido, a la hora en que comienza la noche y muere la tarde. Fue, aun sabiendo que aquella noche no vendría su amada. Fue, porque la curiosidad lo mataba.

Y cayó la noche en la solitaria plaza, mientras él trataba de disimular lo evidente: que la miraba.
Cuando ya no cabía otra cosa que irse, pues era hora avanzada, y antes que él se levantara, lo hizo ella. Con paso lento caminaba y, al pasar frente a él, le dijo aquellas mismas palabras: 

- “Tal parece que hoy no vendrá”…

Sobresaltado, la miró, sin decir nada.  Ella no siguió su camino, al contrario, se quedó de pie allí, mirándolo, diríase estudiándolo con toda calma.

- No, no va a venir hoy.  Y yo lo sabía –fue su respuesta-.  La verdad es que vine sólo para ver si tú venías.  Y para saber por qué lo sigues haciendo, si ya nadie viene a por ti.

Una enigmática sonrisa apareció en su cara, y le contestó, con voz suave y clara:

- No vengo por ti, si es lo que piensas.  En realidad, vengo por mí. Vengo porque mi novio de 5 años me dejó por otra, sin explicación.  
                                                                                                   
- ¿Y eso que tiene que ver conmigo?

- ¿Contigo? Nada. Con ustedes, todo. Porque después de haber sido abandonada, necesitaba saber, estar segura, que no todo el amor se había acabado, sino solamente el mío…   y cada día que vengo, y veo que siguen juntos, puedo volver a casa creyendo que aún existe el amor.

Y con esas palabras, se fue…


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02 agosto 2014

El corazón de una mujer...

El corazón de la mujer es como un océano profundo.
                                                            (Proverbio japonés)


Nunca pude entenderla.
No pude entonces, joven inexperto,
ni lo consigo ahora,
tras tan largos años
tras tan variadas experiencias,
con mucha más sapiencia y conocimiento.

Nunca pude entenderla,
no entendía el por qué, si parecía yo gustarle tanto,
actuaba como si le importase tan poco.
No le disgustaba ser la otra.
Nunca me dijo nada
acerca de dejar a mi pareja de entonces,
o de no verla,
o de olvidarla aunque fuese por un día.

Nunca pude entenderla,
¿por qué si tanto buscaba mis besos,
por qué si recorría medio Santiago sólo por verme,
podía irse sonriente, alegre,
con esa pícara mirada,
sabiendo -como sabía-
que me dejaba en los brazos de otra?

Nunca pude entenderla,
pero, qué poco me importaba eso.
Ella me gustaba,
me gustaba y me atraía irremisiblemente,
como el olor del pescado atrae a los gatos.
Por ella habría dejado a la otra,
y a cualquiera y a todas,
pero no me lo pedía, ni me lo permitía.

Nunca pude entenderla,
como no pude -tampoco- olvidarla.
La he recordado siempre,
en noches tristes, húmedas y frías, como ésta.
La recuerdo, sí, y -sin embargo-
casi no puedo recordarla:
además de su larguísimo pelo,
de su figura delgada,
de sus dulces labios (cuán dulces)
y su traviesa mirada,
todo lo demás se me escapa.

Nunca pude entenderla,
pero sí quererla,
a Margarita.


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