29 noviembre 2012

A orillas del mar




Camino,
a solas con mi soledad,
a orillas de la playa,
a orillas del mar.

Las olas golpean, ruidosas, furiosas,
los roqueríos de la costa,
las gaviotas chían,
aquella pareja se olvida del mundo
entre sus propios brazos
-no saben que existo-
y ese pescador olvidará, tal vez,
yendo tras los peces,
algo más.

Mas yo,
a orillas de la playa,
a orillas del mar,
no procuro el olvido, no,
al revés,
lo que busco es recordar.

Recordarla.
Recordar su primer hola,
recordar el primer sonido de su voz.
recordar lo que fue, alguna vez,
para mí,
lo que ya no es,
lo que no será más.

No, no busco olvidar,
a orillas de la playa,
a orillas del mar...




(Cosas viejas que uno encuentra por ahí guardadas, 
en algún rincón polvoriento del propio interior)

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26 noviembre 2012

Sólo dieciseis...


Yo me pregunto: Si a los 6 años, las mamás toman en brazos a sus hijas para cruzar la calle, y a los 10 las van a buscar y a dejar al colegio, ¿porqué creen que a los 16 ya no es necesario preocuparse por ellas?

En mi ciudad, una chica de 16 años, después de unos meses de coqueteo por facebook y mensajes telefónicos, concertó una cita en la playa con su profesor de 28 años.
Una vez allí, y al calor del encuentro, decidieron irse a un motel (él dice que ella lo llevó; ella, que fué él).
Después del sexo, ella esperaba mantener una relación. Él, tal vez consciente del error cometido, la evitó.
La chica -en venganza- le contó lo ocurrido a su profesora, y el profesor terminó preso. Para ella, no obstante,  no hubo mayores consecuencias.

Para otra chica de la misma edad, una semana después, sí las hubo. Ella salió un día a clases y volvió a su casa a la hora de siempre, con su uniforme. Pero en el colegio no estuvo.
Volvió a hacer lo mismo el martes y el miércoles, y regresó a casa a la hora habitual.
Hizo lo mismo el jueves.
Y no volvió.
La encontraron muerta, estrangulada, en una playa.
Nadie sabe con quién pasó esos días, ni qué hizo.
Las únicas pistas que la policía tiene las encontró en su teléfono y en su facebook.
Su madre se arrepentirá todos los días de su vida por no haber revisado nunca qué es lo que hacía y decía en esa red social.



Yo no entiendo porqué hay padres y madres que creen que querer saber lo que sus hijas hacen está mal.
¿Por qué creen que sabrán tomar la mejor decisión siempre?
¿Por qué creen que dejarlas solas frente a internet a los 16, será menos peligroso que dejarlas cruzar la calle libremente a los 6 años?

En un caso que leí hace tiempo, una madre se enteró -revisando el blog de su hija- que ella se cortaba los brazos periódicamente. Nunca la había visto con los brazos descubiertos, a su hija adolescente. Llevaba meses cortándose, y no lo sabía. De las bulímicas o anoréxicas, para qué hablar.


Yo no tuve una hija, y quizá haya sido mejor así, porque a mí -ciertamente- no me habría importado perder su amistad -o su cariño- a cambio de saber lo que hacía, siempre. Demasiado he vivido, y demasiado he visto, como para correr riesgos sólo para que no se enojara.

La típica frase adolescente ¿es que acaso no confías en tu propia hija? ha causado incontables lágrimas...

23 noviembre 2012

¿Qué se ha creído...?




Diálogo en la oficina:

Yo: ¿Y a qué hora empiezas a trabajar? Eso debe estar listo a mediodía...
(a una chica, más cercana a los 30 que a los 20, que ha perdido ya media mañana entre las noticias, youtube, su correo y facebook)

Ella: ¿Qué? Pero si ese trabajo yo lo hago en 5 minutos. ¿Qué se ha creído?
       Por si no lo sabe, yo soy algo más que una cara bonita y un cuerpo casi perfecto...

Yo:  0_o


(¿Qué se puede responder a eso?)

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05 noviembre 2012

Una triste mirada...




Conducía aquella tarde ajeno a todo, con la paz que solo puede sentir un hombre al enfrentar una solitaria avenida, detrás de un volante.

Al llegar a un cruce, dos autos había ya esperando la luz verde.
En el más cercano, una joven mujer miraba fijamente hacia el frente, como si nada fuera más importante que el vehículo que la antecedía.
La verdad es que lo que hacia era pretender que no veía a la pequeña niña que estaba de pie junto a su ventanilla, intentando llamar su atención.

Era una gitanilla.

Una gitanilla que -con persistencia impropia de su edad-, permanecía junto a ella, mirándola con tanta firmeza como la que la joven usaba para mirar hacia adelante.

Unos segundos después de mi llegada, sin embargo, dejó la causa por perdida, tal vez pensando que podría tener más suerte conmigo, y se acercó a mi.

Soy un hombre que ha visto, y vivido, mucho.
De modo que no me impresionó la enorme parka que la cubría, al menos tres tallas mas grande, ni la larga y raída falda que bajo ella asomaba y se extendía hasta sus pies.

No me impresionaron los piececillos desnudos, anchos por la permanente falta de zapatos, que la acercaban a mí por sobre el caliente pavimento.

Tampoco lo hizo la suciedad de su mal trenzado cabello, ni la mugre que se disputaba su cara con las marcas dejadas por alguna enfermedad.

Nada de eso pudo impresionarme.

Pero si lo hicieron sus ojos.

Sus ojos, de un pálido verde, que reflejaban mucho más que la mirada de una niña. Era una mirada profunda, triste, vieja.

Me perturbaron, esos ojos.

Me hicieron sentir mal.

Y aunque sabía que si estaba allí pidiendo era sólo porque alguien la mandaba a hacerlo, decidí darle unas monedas.

 Al buscarlas en mi bolsillo, encontré además de ellas otra cosa: unas cuantas pastillas azucaradas. (Sí, pastillas, de ésas que mi madre insiste en darme cada vez que voy a su habitación, como si aún fuese un niño).

Bajé la ventanilla, y su manito- aún más sucia que su cara- se extendió hacia mí.

Puse en ella las monedas, y también las pastillas.

Cerró la gitanilla su mano, rápidamente, pero en su frente se hizo una ligera arruga de extrañeza, al notar que había algo más que monedas en ella.

Miró entonces lo que había recibido, y como por arte de magia, sus ojos cambiaron, su rostro se iluminó, una sonrisa asomó a sus labios y volvió a ser una niña otra vez.
Un gracias con extraño acento pero lleno de alegría brotó de su boca.

Su cara alegre fue lo último que ví de ella, porque un bocinazo detrás mío me obligó a partir. La luz verde frente a mí me obligaba a irme.

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[La niña de la foto es una pequeña gitana de Macedonia. Es la más parecida que encontré, aunque la mirada de ésta todavía es de una niña]
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