05 agosto 2011

Un visitante inesperado...

El domingo salí al patio, a regar nuestro jardín. Bueno, más que jardín, es un cúmulo de plantas de diversos "pelajes" que crecen a su arbitrio en nuestro patio. Nunca crecieron como quería, ni las que quería, sino que lo hicieron como se les dio la gana. Se murieron las que quería vivas y vivieron y se esparcieron las que no esperábamos que lo hicieran. Pero ahí están, y hay que cuidarlas en la medida que se puede.

Y en eso estaba, cuando de pronto advertí el canto de un pajarillo, un canto nuevo, que no había escuchado.
No era el canario del vecino. No eran tampoco los diamantes de más allá. No, era un sonido muy diferente, que me llamaba mucho la atención. Y pensaba en qué ave sería, tratando de recordar dónde lo había escuchado, cuando lo vi enfrente mío...

Estaba ahí, a unos tres metros, entre las macetas, yendo de una kalanchoe a una hiedra, de la hiedra al suelo, del suelo a una enredadera y así, en continuo movimiento, recorría el jardín buscando insectos. Y mi corazón se detuvo por unos segundos, al ver que era nada menos que un chercán.

Un chercán. Hacía años que no veía uno. Dieciocho o cosa así, cuando mi hijo apenas comenzaba a dar sus primeros pasos.

Pero la historia del chercán empieza antes, mucho antes, en mi lejana infancia, allá en las tierras de la familia de mi padre, en el viejo pueblo serrano de Carén.  Había muchos pájaros allí, y mi padre me los señalaba, me enseñaba sus nombres y me hacía escuchar su canto. Tordos, tencas, zorzales, diucas, chincoles y loicas de pecho ensangrentado.
Sin embargo, había uno que no conseguía mostrarme, uno que para mí era casi un mito, un ave invisible: el chercán.

Sólo podía escucharlo, pero nunca verlo. Cuando papá me decía con voz queda: mira, un chercán, yo sólo alcanzaba a ver una ramita moviéndose, o la oquedad vacía de una pirca de piedra. Era un avecilla muy tímida, y escapaba entre los matorrales al primer ruido o movimiento. Así, para mí el chercán llegó a ser un ave misteriosa, de formas y colores desconocidos.

Debo haber tenido unos 10 u 11 años, cuando me armé de paciencia y al escuchar su canto, me senté sobre una piedra, muy quieto y callado, a esperar que apareciera. Casi fue una decepción cuando lo vi por primera vez, ya que era un pajarillo muy pequeño, como una laucha con alas, y su plumaje parecía carente de atractivo. Pero al observarlo bien, pude apreciar que no era tan así, que era en realidad lindo, vivaz y hasta simpático. Y pasó a ser uno de mis pájaros favoritos.

Mas el tiempo pasó, las cosas cambiaron, la tierra se vendió, dejamos de ir de vacaciones al pueblo y los recuerdos de esos tiempos se cubrieron de polvo en  estas resecas tierras nortinas.

Pasaron los años, muchos.
Murió mi padre.
Me casé. Tuve un hijo.
Y cuando ese hijo empezaba a caminar, volví a ver un chercán.

Vivíamos por entonces en un barrio antiguo, con casas de grandes patios, con árboles y muchos cachureos, cosas viejas y rincones oscuros.
Aquella donde vivíamos la arrendaba mi madre, y nosotros ocupábamos una habitación, la última de la casa, en el patio. Éste se extendía unos 25 metros, aunque era angosto, de no más de seis de ancho. Al final, después de unas habitaciones ruinosas que nadie ocupaba y permanecían cerradas, y pasado un añoso parrón, había un par de pequeños árboles  y un viejo y derruído gallinero vacío. En él campeaban las arañas y muchos otros insectos. Pero ese patio era un lugar soleado, de modo que iba ahí a sentarme con mi hijo, los domingos, mi día de descanso.

Un día, nuestro vecino vendió el terreno de su patio, y los compradores edificaron ahí una gran casa de 3 pisos, que amén de traer el ruido de la construcción por unos meses, trajo también, al terminar, demasiada sombra  a nuestro lugar favorito. El patio se volvió más oscuro, y también más callado, ya que no había ahora niños que jugaran en el patio vecino.

De modo que no íbamos ahí sino una vez a la semana, a tender la ropa lavada, para que se secara. Un día, cuando íbamos a recogerla, escuché un canto que ya creía olvidado, unos trinos melodiosos que despertaron mis recuerdos, y me acerqué silenciosamente. No me había equivocado, era un  chercán. Más bien, eran dos.
Una pareja de ellos habían anidado en un hueco de la alta pared recientemente construída, y se habían adueñado de nuestro patio.

De ahí en más, cada vez que podía me llevaba a mi niño y nos sentábamos a mirar a los chercanes en sus afanes diarios. Notamos cuando nacieron los pequeños, porque sus padres se turnaban para cazar insectos con que alimentarlos. Y luego los vimos aparecer, e intentar sus primeros vuelos, desde la muralla al árbol, y del árbol a la seguridad de su casa. Un día se fueron, todos. Y el patio quedó más silencioso que nunca.

Finalmente, tuvimos que irnos de esa casa, a un barrio donde los patios eran pequeños y la gente bulliciosa, y donde no se veían más aves que las odiosas palomas y los pendencieros gorriones.

Hasta que pudimos comprar esta vieja casa, en un barrio también viejo, y como aquél otro, con patios grandes y callados. Y pude tener este jardín agreste que atrae a los picaflores y a algún otro pajarillo descarriado, como atrajo ayer a este chercán que me ha alegrado la vida. Sólo espero que encuentre un lugar donde anidar por aquí cerca, para que me visite de nuevo, ya que si algo hay en mi sombrío jardín, son insectos -suficientes para alimentar a una familia de chercanes-, y paz, para que nada los asuste.


(Imagen de José Cañas)

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2 comentarios:

Sólo dilo, no te cortes...