17 junio 2011

De recuerdos y sustos


Hace unos días, me encontré por la calle con un viejo amigo. Se veía un poco diferente (mas viejo, claro), al punto de no reconocerlo de inmediato, pero se me atravesó por delante hasta que noté sus ojos, y lo reconocí.
Hablamos un rato, recordamos aquellos tiempos pasados, nos reímos de nuevo de las locuras de entonces, cuando él tenía 13 años y parecía de 16, y yo tenía 16 y parecía de 13...
Nos despedimos con un cálido abrazo y sin esos falsos intercambios de teléfonos a los que nunca llamaremos, o de direcciones a las que nunca acudiremos...

Ese encuentro me hizo recordar aquella época en que -siendo adolescente- todas mis vacaciones escolares (invierno y verano) las pasaba en su casa, en un pequeño pueblo costero a 60 kilómetros de mi ciudad, en donde trabajaba casi todo el día en un almacén que su familia tenía.
La primera vez que fuí lo hice con ellos, que recién se mudaban a ese lugar, a instalarse.
Limpiamos la vieja casa, por largo tiempo abandonada, y pusimos en orden el destartalado almacén que en ella había. Lo pintamos, construímos las estanterías, ubicamos mostradores, pesas y demases, y nos dimos a la tarea de conquistar clientes, en un lugar en que nadie les conocía, y en donde los comerciantes tenían un sitio ganado durante años.
El papá de mi amigo era, sin embargo, un hombre astuto, y usó modernas estrategias de venta, en un pueblo donde la gente estaba acostumbrada a comprar en el almacén más cercano: escribíamos grandes letreros con ofertas, los que poníamos en la calle (era la principal), ofreciendo artículos 2x1, o con precios mucho más bajos que los de cualquier otro. Sabía él que quien viniera a comprar el azúcar más barata, tendría necesariamente que llevar además otras cosas, que no era asunto de recorrer medio pueblo sólo por eso.
Luego, para atraer a quienes vivían más lejos, ofreció entregas a domicilio para quienes hicieran sus compras cada quincena. Y allá partíamos a hacer las entregas, con mi amigo al volante y yo de repartidor. Los policías del pueblo nunca "lo vieron" (sin licencia y menor de edad), y es que a sus esposas también les gustaba eso de recibir la mercadería en casa, y no tener que caminar largas cuadras -a todo sol- con ellas.

Yo madrugaba para ir a comprar el pan para el desayuno de toda la familia, y luego abríamos el almacén puntualmente a las 8 de la mañana. Almorzábamos a las 2, luego de cerrar, y tragábamos la comida para irnos a la playa a la carrera, a conquistar chicas, para volver a tiempo de abrir nuevamente, a las cinco.
Cerrábamos a las 9, y de vuelta a las calles, hasta las 11 o 12... allí aprendí a jugar al billar, única entretención que había en el pueblo, amén de uno que otro baile algún sábado.

No me pagaban por mi trabajo (no daba el negocio por entonces para pagar sueldos). Pero sí, al regresar a mi casa, me entregaban un par de cajas llenas con alimentos y mercaderías, que yo entregaba con mucho orgullo a mi mamá al llegar, y que ella recibía con mucho contento, pues nuestra despensa era por entonces bastante escuálida.

Mientras permanecía en el pueblo, mi habitación quedaba al fondo de la casa, lejos de los dormitorios de la familia, más allá de las bodegas y de la cocina, junto al patio. Un patio enorme, en el que crecían algunos árboles, y cuyas murallas se perdían detrás de pilas de viejos cajones de fruta vacíos, en los que se escondían no pocos ratones. Estaban allí desde los tiempos en que el almacén había sido el mejor del pueblo, antes de que sus anteriores dueños decidieran irse a la ciudad. Al fondo, a buena distancia de la casa, estaba el gallinero, donde vivían una treintena de aves, entre gallinas y patos. Aunque yo nunca fuí temeroso, no me gustaba salir tarde a ese patio: tenía demasiadas sombras, demasiados rincones, demasiados ruidos extraños.

No era temeroso, digo, y no miento, pero no niego que una vez pasé un gran susto...

Había llegado ese día al pueblo, tarde ya, y me había instalado en mi habitación, que era en el fondo mitad bodega y mitad dormitorio. Se acumulaban allí cajas y sacos, arrumados casi junto a la cama que -en mis largas ausencias- permanecía vacía.

Esa noche me acosté cansado, y me dormí de inmediato. Sin embargo, dormido, me pareció sentir que alguien se había sentado a los pies de la cama. Abrí los ojos en la oscuridad más absoluta, y escuché entonces, allí, cerca de mí, una respiración cavernosa, un sonido inhumano, como de ultratumba. Una sensación de frío recorrió mi espalda, no sabía qué hacer. Entonces, me volteé rápidamente sobre la cama, y encendí la lámpara del velador. La pobre luz de la vieja ampolleta apenas conseguía disipar las sombras, pero bastaba para ver que sobre la cama no había nadie, y que nadie había en la habitación...
El sonido de la respiración también se había perdido, y no se escuchaba ningún ruido.
Sentado en la cama, miré hacia el vano donde debió haber una puerta y nunca la hubo, y hasta donde se veía el pasillo, no había nada.

Bah!, me dije. Ha sido un sueño, eso es todo. (como he dicho, no me atemorizo fácilmente).

Apagué la luz, me arrebujé bajo las frazadas, y me dispuse a dormir.

Oscuridad, silencio, me rendía ya al sueño, cuando volví a escuchar esa respiración cansada, grotesca. Y volví a sentir el peso de un cuerpo sobre la cama, al lado mismo de mis pies. Me quedé quieto, escuchando. La respiración, algo agitada al comienzo, se fué haciendo más lenta, y más horrenda también.
No lo soporté más, nuevamente el salto, nuevamente el encender la luz, nuevamente estaba solo en la habitación. Esta vez no podía decirme a mí mismo que lo había soñado. Esta vez estaba despierto cuando ocurrió.
Me levanté, y ya con pantalones y zapatos puestos, me volvió el valor al cuerpo, de modo que caminé hacia la entrada, me asomé hacia el pasillo y prendí la luz. Hacia el interior de la casa, no había nada. Miré hacia el patio. Nada. Caminé unos pasos hacia afuera, con la misma decisión con que entraría uno a la cripta de un vampiro a medianoche, y nada. Un poco más allá, la silueta y los brillantes ojos de un gato, pero, hombre, ¿quién se preocupa por un gato cuando acaba de sentir la respiración de un monstruo del averno junto a la cama?. De modo que volví sobre mis pasos, y a la cama de nuevo, esta vez con el cuerpo helado como el hielo mismo, que salir sin camisa en invierno no era de chiste.

Luz apagada, estremeciéndome de frío en la cama (si es que era de frío), y entonces ¡vuelta a lo mismo!: la respiración siniestra, el peso sobre la cama, el corazón apretado, el sudor frío humedeciendo mi espalda...

Y esta vez me levanté, encendí la luz, y sin buscar lo que ya sabía que no estaría, sin ni siquiera vestirme, acarreé sacos y cajas y formé un muro inexpugnable frente al vacío de la puerta, preocupándome de que ni un mísero ratón pudiera encontrar un resquicio por donde entrar. Luego me metí a la cama, pero me quedé allí, sentado, escudándome tras las frazadas y con la luz encendida, esperando, oyendo, atento a cualquier sonido, vigilando mis defensas, temiendo que en cualquier momento se comenzaran a mover...

Así me sorprendió la aurora y el sonido del despertador, durmiendo sentado contra el respaldo de la cama, y con la luz encendida...

De carrera debí mover todo y dejarlo en su sitio, y de carrera, pues estaba retrasado, fuí a por el pan...

A la hora del almuerzo, ese día, y no sin vergüenza, le conté a la hermana de mi amigo, mujer mayor y la dueña de casa, lo que me había sucedido durante la noche. Guardó silencio unos momentos, luego sonrió pícaramente, y después terminó riendo de buena gana...

Yo, sin saber si molestarme o desear que me tragara la tierra, no hallaba qué decir, o hacer ¿debería levantarme de la mesa e irme?

Y entonces, me miró y me dijo que no me preocupara, que lo que me pasó no era nada extraño, sino fácilmente explicable. Me dijo que meses atrás se había ido su vecina, dejando atrás su gato, el que poco a poco se había aquerenciado en la casa, tomando para sí mi vacía cama, lugar donde acostumbraba dormir cada noche. Y ese era el cuerpo que yo creía sentir sobre ella, nada más que el gato que porfiadamente se subía encima para dormir.

Molesto, le repliqué que no podía ser, que eso no explicaba la respiración horrorosa que yo había escuchado, que ningún gato podría respirar así. Riéndose de mí, nuevamente, salió al pasillo, y llamó al gato, ofreciéndole comida. Y allí llegó el maldito, y efectivamente, era uno de esos gatos grandes -enorme diría- y hacía un sonido horrible, cavernoso, a cada respiración. Y ahí, con las pruebas a la vista, me explicó que el gato respiraba así porque tenía asma crónica, y aunque era desagradable el escucharlo, ella por pena lo había acogido...

Y ese había sido mi monstruo del averno, un gato asmático, que insistía (como todo gato) en tomar posesión de un lugar que consideraba suyo -mi cama-, y que huía al encender yo la luz y levantarme , llevándose su sonido espeluznante con él...

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5 comentarios:

  1. Lo que no sé es de dónde sacabas el valor para apagar la luz y volverte a dormir hasta tres veces, abajo los gatos asmáticos.

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  2. Como dije, no era (ni soy) temeroso... aunque esa noche me dí cuenta de que para todo hay un límite...

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  3. ¿Y no volvió otras noches? nada apacigua más el alma que la imagen de un gato durmiendo... aunque sea asmático

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  4. Puf, a mí me pasa eso y me muero de miedo!! En cierta ocasión, cuando estudiaba en Salamanca, me pasó algo parecido. Estaba durmiendo y sentí cómo una señora se sentaba en el borde de mi cama y me tocaba una pierna... Me desperté, vi que no había nadie y comprobé que lo había soñado. Pero tenía tanto miedo que me fui al salón y dormí allí el resto de la noche.

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  5. Jajaja Me lo he ido imaginando. Yo tengo dos así que estoy curada de espanto, aunque claro en una cama que no sea la mía y desconociendo que haya gato no es tan fácil. Lo de la respiración asmática ya es para nota.
    Pobre gatillo, solo quería un poco de calor. El mío me despierta a veces haciéndome cosquillas en la nariz con sus bigotes, es tan delicado...

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Sólo dilo, no te cortes...