02 febrero 2013

Y el tamaño sí importa... (aunque duela admitirlo).



Del prolongado y reconfortante engaño,
en que me mantuvo la mentira piadosa,
desperté bruscamente, y no sin daño,
aquella tarde, junto al agua rumorosa,
y sufrí un doloroso y amargo desengaño,
al demostrarme él que así era la cosa.
Hube de admitirlo: ¡sí importa el tamaño!



Estábamos aquella tarde, una tarde tranquila y fresca, paseando mi Negrita y yo por el Jardín Botánico de Cochabamba. Un lugar hermoso y apacible, donde el rumor de la brisa entre los árboles y el trino de los pájaros llamaba al espíritu a sentirse en paz.


Después de recorrerlo por completo -lo que nos tomó su tiempo- cada uno decidió pasar el resto de la tarde como mejor le pareciera, cada uno a su aire, como dicen.

Mi negrita escogió un banco a la vera de unos álamos, sombreado por una bugambilia y junto a una pacífica y silenciosa fuente, para sentarse a leer "En el país de la nube blanca", de Sarah Lark.



Yo, por el contrario, me dediqué a recorrer nuevamente los jardines, tomando fotografías a cuanta cosa medianamente interesante se me atravesase por delante. Al fin y al cabo, la fotografía es una de las cosas que más me gustan, bien que mis imágenes rara vez me dejen contento.






Recorriendo, llegué junto a un estanque un poco más apartado, donde algunos escasos peces rojos nadaban apenas visibles bajo las verdosas aguas. Flotando en ellas, habían unas hermosas flores de loto (el loto es una flor que me encanta). De un suave amarillo, se veían preciosas sobresaliendo de las oscuras hojas. En mi ciudad, siempre demasiado desértica, no se ven nunca.

¿Cómo no iba a querer fotografiarlas? Pero mi cámara, una común y silvestre cámara, no me permitía obtener lo que quería, a esa distancia. Para peor, rodeaban el estanque unas muy podadas matas de espino, que a modo de cerco habían puesto allí.


Pasé como pude por entre ellas -no sin algunos pinchazos- y con todo el esfuerzo que para mí significa, me puse de rodillas sobre el pedregoso borde y me estiré osadamente hacia el estanque. Afirmado con una mano de un ligero poste, arriesgando caerme al agua, y haciendo malabares para tomar la fotografía con una sola mano, al fin logré lo que quería...



Me sentía feliz mirando en la pequeña pantalla la imagen que había tomado, a pesar de estar sentado precariamente en esa orilla, y con unas espinas aún acariciando mis costillas.

Pero entonces noté junto a mí algo, y me volteé a mirar. Era un hombre, de pie junto a mí. Me miraba, con una cámara en sus manos. Era una Nikon digital. Desde mi lugar en el piso, me pareció enorme.
El hombre miró la pantalla de mi cámara, donde aún se veía el amarillo loto, apuntó la lente de 15 (o serían 20?) centímetros de largo hacia la misma flor que yo había tomado, y sin más esfuerzo que un ligero ajuste con los dedos, la fotografió. Ni siquiera tuvo que inclinarse un poco.

Luego, como si no hubiese bastado con eso, me mostró la imagen que había tomado -una imagen perfecta y nítida- y con una sutil sonrisa me dijo:
-¿Es una flor bonita, no?

Asentí apenas con la cabeza. Ausente. Derrotado.

Porque -en realidad- en lo único que pensaba yo en ese momento era en que, pese a que siempre me había dicho lo contrario, es innegable que el tamaño sí importa...

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5 comentarios:

  1. Las Fotografías PRECIOSAS.

    Y lo mejor de todo, es como las acompañas con ese Relato, que nos vas dando detalles de las mismas.

    Me ha gustado tanto, que si me lo permite, me quedo y vendré muchas mas veces, para leerte.

    Saludos, manolo
    http://marinosinbarco.blogspot.com.es/

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  2. ¡¡¡No te dejes amilanar!!! Bien bonitas que son tus fotos, y con mucho más mérito por el esfuerzo.

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  3. Ja, ja, ja...
    Tú nunca olvidarás esa flor.

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  4. No quedó tan mal ¿no?
    Lo escribí esa misma tarde -en mi mente-, mientras aún estaba en el Jardín Botánico. En lugares así me pongo creativo...

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Sólo dilo, no te cortes...