10 octubre 2013

Como gato mirando un canario...




La primera vez que la vi, no la miré dos veces.
Iba yo de prisa y apenas si le dediqué una mirada.

La vez siguiente, levanté la vista
y me tomé el tiempo de examinarla.
No era linda, no, pero sus hermosos ojos
hacían muy buen contraste
con sus amplias y cadenciosas caderas...
(Cadencia que se perdió, por cierto,
al notar ella que la observaba.
Se puso tiesa, como una vara,
y -la vista al frente-
caminó como si no me viera.)

Pasaron algunos días,
hasta que volví a verla.
Entendí entonces que no era casualidad
que pasara por mi calle.
Debía vivir en el barrio,
porque venía saliendo del almacén de la esquina,
y vestía de otra manera,
(ropa de andar por casa, digamos)
y quizá si por eso le molestó tanto que la quedara mirando,
como miramos los hombres a las vecinas
como miraría un gato a un canario enjaulado.

Sus ojos claros reflejaban odio,
cuando me devolvió la mirada,
y sus sandalias (que tacones no llevaba)
pisaban con fuerza el piso,
cual si de mí se tratara.

Eso me hizo gracia.
y, más por travesura que por interés,
me dediqué a mirarla, directa, violentamente,
cada vez que me la cruzaba.

Descubrí a qué horas pasaba,
a diario, hacia su trabajo.
Y procuré salir más temprano hacia el mío,
sólo para caminar por mi calle en sentido contrario,
enfrentándola, sin quitarle de encima la mirada.

Podía verla salir de su casa, en la siguiente cuadra,
y veía su mohín de disgusto,
cuando advertía que allí, enfrente suyo, -diríase-
yo la esperaba.

No era todos los días.
Ella tenía un solo horario, pero yo no,
de modo que a veces pasaba sin verla
más de una semana.
Pero luego, de nuevo,
allí estaba.

Pasó el tiempo, como siempre pasa.

Y ya no era lo mismo.
El tiempo, que todo lo cambia,
cambió también su expresión, cuando al salir de su casa,
me veía frente a la mía, como si la esperara.

Ya no fruncía su cara al verme,
ni endurecía su paso,
al contrario,
si me veía,
"se pasaba revista" con una mirada,
se arreglaba un mechón de pelo,
o se acomodaba la falda,
y su caminar se hacía muy interesante.

Cada vez que me la cruzaba,
sin quitarle la vista de encima,
le sonreía,
pero nunca recibía más que una mirada fija en el horizonte,
y una expresión lejana.

Por eso,
fue grande mi sorpresa, me dejó sin habla,
me quedé de pié en medio de la calle,
aquella mañana
en que, a mi sonrisa,
contestó con un serio buenos días.

Tardé tanto en reaccionar, en recuperar el habla,
que cuando vine a contestar
ella iba cuatro o cinco pasos más allá,
y no se si habrá escuchado mi aturullada respuesta,
pero no me cabe duda
que debe haberse reído lindamente
de mi desconcierto...

De ahí en más,
hubo siempre de mi parte una sonrisa,
y de la suya un serio buenos días,
(que yo sonriendo contestaba)
cuando pasaba a su lado.

Y cada vez,
cada mañana que nos encontrábamos,
pasábamos uno junto al otro, cada vez más cerca.

Una mañana,
a mi sonrisa contestó una sonrisa,
y el brillo de sus ojos.

Esa mañana, ese día,
pareció no acabar nunca.
Quería que terminara pronto, pronto,
para que llegase la mañana siguiente,
para volver a verla.

Pero no sucedió.

Es decir, sí,
llegó la siguiente mañana.
Pero no ella.
Ella no salió de su casa.
No salió, digo, porque esperé, esperé,
mucho más de la hora de entrada a mi trabajo,
al que no fui ese día,
mucho más.

Y no salió.
Nunca más.

Nunca más la volví a ver.
Nunca más supe de ella.
Mff!, saber de ella. Saber de ella, ¿qué?
Si nunca supe nada,
ni siquiera cómo se llamaba.
Conocía sólo el delicioso andar de su cuerpo,
y sus hermosos ojos,
y -por una vez- vi su sonrisa.
Pero de ella, de ella,
nunca supe nada.

Y hoy, un centenar de años después,
aún me pregunto que fue de ella...

¿Me sonrió porque sabía que se iba?
¿Era su despedida?

Nadie tiene la respuesta.
O quizá sí,
quizá ella aún vive, en alguna parte,
y tiene la respuesta,
pero ni puedo pedírsela,
ni ella -aunque quisiera- podría dármela...

Y así quedé, desde entonces.
para siempre, con la mirada perdida,
como un gato mirando una jaula vacía...


.





2 comentarios:

Sólo dilo, no te cortes...