El grupo de
trabajadores se dirigía al casino de la mina, a almorzar, como cada día.
Y como cada día, fuera de éste había varios zorros, de
variopinto pelaje y diversa edad; silvestres, mas sin miedo ya al ser humano, a
la espera de que alguien les arrojara algún alimento.
Uno de aquellos hombres, recientemente llegado y por tanto
no acostumbrado a la presencia de los animales, se sintió molesto por su
excesiva cercanía. Tan molesto, que al notar que uno se aproximada demasiado
sin advertirlo, se volvió de pronto y le lanzó una fuerte patada en el costado,
ante la sorpresa de sus compañeros, y de cuantas personas entraban y salían del
casino.
El zorro tan arteramente golpeado cayó "redondo"
al suelo, y allí quedó, estirado cuan largo era, y tan quieto como si hubiera
muerto, mientras los demás -no sin emitir uno que otro indignado "huac huac"
de protesta-, tomaban prudente distancia.
Un rumor se escuchó salir de entre los presentes, y los
compañeros del autor de tan brutal acto, lo tomaron de los brazos y lo metieron
rápidamente dentro del casino. Allí, no completamente a salvo de los rumores,
ni de torvas miradas, y mientras retiraban sus bandejas con comida, fué
increpado por ellos, acusándolo de haber
cometido -sin razones ni motivos- un verdadero crimen: los zorros (a lo largo
de todo el país) son animales protegidos por la ley, y matar uno no tiene
excusa ante las autoridades.
Ya en la mesa, las recriminaciones continuaron: "¿qué
crees que hará la minera ante esto? No van a ocultarlo, por cierto. No correrán
riesgos, y no sólo pedirán a nuestra empresa que te despida, sino que además te
entregarán ellos mismos a las autoridades"...
Mientras transcurría esta conversación, todos comían -de
buena gana- sus almuerzos. Todos, menos uno: el asesino.
Él no podía comer. Apenas si tomó un par de bocados, pues
sentía en la boca un regusto amargo. ¿cómo no pensó en lo que hacía? Maldito
zorro, si no se hubiera acercado tanto...
Terminado el almuerzo, a regañadientes, casi arrastrado, lo
llevaron afuera, mientras comentaban que a esas horas -seguramente- ya habrían
llegado los vigilantes, los jefes, los de medioambiente y los de prevención de
riegos.
De ceniza era su rostro, cuando traspasó las puertas, y allí
se quedó parado, lleno de asombro. De a poco fué consciente de las risas, las risas
destempladas de sus compañeros.
Y es que allí, donde debía estar el cadáver, y mucha gente,
no había nada. Ni nadie.
Unos metros más allá, el "zorro muerto" estaba
tranquilamente sentado, y lo miraba, lo miraba directamente a los ojos, con
sorna, como si de él se riera, como si realmente lo disfrutara.
Entonces, y sólo entonces, le explicaron:
Ningún zorro, por nuevo que sea, se dejaría patear por
sorpresa por un tonto cualquiera. La patada que intentó darle apenas si lo
rozó, y el animal -tan ladino como su fama lo indica- se hizo de inmediato el
muerto, natural mecanismo de defensa...
Todo lo que le dijeron -que habría sido muy verdadero de
estar realmente muerto-, así como el amargo almuerzo, no fué sino una lección,
para que no intentara nunca más hacer algo tan reprobable -y tan estúpido- como
golpear a un animal que a nadie hace daño.
Por supuesto, el mote de "matazorros" lo acompañó
por largo, largo tiempo...
Uff... aquí había una manada de zorros que eran mansos y se acercaban a un bar de la playa, uno comía de la mano de la gente y todo y un día, hace unos años, un cazador de aquí lo mató por placer. Todo el mundo supo quien era y aunque lo reprobaron, nadie hizo nada. Era para darle un galletón en toa la cara y ponerlo fino, ¡qué asco de gente, de verdad!
ResponderEliminarBueno, un final feliz.
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