09 noviembre 2007

Para todo servicio...

Creo firmemente que una de las razones por las que suelo comprender algo mejor los sentimientos de la “mujer dueña de casa”, es que alguna vez me tocó ser una de ellas...
Eso sonó un poco raro ¿no?... pero no lo es, es sólo que, por esos avatares del destino, en una ocasión me tocó vivir ese papel, con todo lo que él implica.

Era por ese entonces yo un joven no mal parecido, de cara aniñada, simpático y agradable a las mujeres; por añadidura, era pobre, estaba cesante y muy necesitado de afecto...
Así las cosas, conocí a una treintañera muy simpática, que despertó en mí una fuerte atracción: profesional, separada, con una hija de 12 años e inconfesados 11 años más que yo, que recién me empinaba en los 20. Para mí era fácil agradar a las mujeres, y no me fue difícil conseguir que fueramos grandes amigos, pese a todas nuestras diferencias. Casi sin saberlo, y por avances de ella – entonces era yo muy respetuoso- terminamos como amantes, que pareja no podíamos ser, dado el temor que ella tenía a lo que pudiera hablar “la gente”, o a que se enterara su familia, que no le aceptaría una relación así. Mi padre, que sí sabía de lo nuestro, estaba indignado. A él, hombre criado "a la antigua", le parecía inconcebible el que anduviera yo con una mujer mayor, la que además (qué vergüenza!) se complacía en comprarme ropa...
Por ésas y otras razones, necesité yo un lugar donde irme, pues no podía seguir en casa de mis padres. Y puesto que no tenía a quien acudir, en una ciudad que no era la mía, (habíamos llegado allí hacía poco) no pude sino aceptar el inmediato ofrecimiento de ella de irme a su casa.
La primera semana fui apenas más que una visita, casi un hermano mayor para su hija y solamente un amigo para ella, dada la presencia de la niña. Pero luego su sexualidad se impuso y se dejó ver que éramos una pareja, al menos dentro de las paredes de la casa.
Conseguí un trabajo, nada apreciable y bastante agotador, ya que por ese entonces no tenía profesión ni oficio. Llegaba cada noche a casa, cansado como el que más, y era mala o ninguna compañía para ella, pues pocos deseos tenía de hacer otra cosa que dormir. Soportó poco tiempo eso, ya que lo que yo podía ganar de esa manera era bastante poco, en relación a sus ingresos, y decidió (así: decidió) que no trabajara más y que me quedara en casa, de manera que le ayudara un poco con los quehaceres, para los que nunca tenía tiempo suficiente. De esta manera, estaría ahí cuando llegara de su oficina, en lugar de ser el último en volver.

Le hice caso, pues no tenía argumentos con que oponerme, y poco a poco, casi sin darme cuenta, empecé a hacer todas las tareas de la casa; incluso me enseñó a cocinar, nada tan elaborado como lo que ella sabía preparar, pero si lo suficiente como para que no tuviera que volver a hacer el almuerzo más que los fines de semana. Obvio, nunca pude hacer todo con la perfección que ella esperaba (y que se exigía a sí misma, por cierto). Creo que eso me ponía en una situación peor que la de una mujer –a veces- porque es difícil que un hombre se fije en los detalles en que ella se fijaba, y que busque el polvo en los rincones en que ella sabía encontrarlo, para demostrarme que no había hecho bien el aseo y reconvenirme, a veces en forma bastante desagradable.

Pero, así como para la ama de casa los quehaceres domésticos no son sus únicas obligaciones, para mí tampoco lo eran.... también debía yo recibirla con una sonrisa; interesarme en su día de trabajo; escuchar de sus logros en los tribunales; tratar de confortarla cuando había tenido un disgusto o le había ido mal; estar siempre de buen ánimo para ella; hacerle un masaje cuando la veía demasiado cansada y sabía que debía volver a salir; poner su música favorita y servirle una copa, al final del día, para que se relajara; y -obvio- estar dispuesto para el sexo siempre que ella lo quisiera.

Los fines de semana solíamos salir durante el día, con la niña, e íbamos a pasear a algún parque, o bien yo me quedaba solo en casa mientras ellas iban a lo de su familia.
Le gustaba vestirme impecablemente, y sacarme por las noches a algún local nocturno, donde bailábamos y disfrutábamos del espectáculo. Le agradaba mostrarme a su lado –notoriamente más joven que ella-, abrazándola y buscando sus besos, pero siempre en lugares donde no fuera vista por quienes la conocían, aunque tenía amigas dentro de ese ambiente, a quienes le agradaba invitar a nuestra mesa. Estas salidas terminaban siempre en casa, haciendo el amor... lo que hubiera sido perfecto si no fuese porque –como era su diaria costumbre- luego se iba a su habitación, dejándome solo e insatisfecho (me esmeraba en darle a ella todo lo que esperaba, pero no consideraba su obligación hacer lo mismo por mí). Supongo que lo que yo sentía entonces es lo que sienten las mujeres cuando, luego del sexo, los hombres nos damos vuelta hacia la pared y nos dormimos sin más. Para mí era peor, en todo caso, porque ni siquiera la tenía durmiendo a mi lado, sino en otra habitación, tras una puerta cerrada...

Finalmente, las cosas empezaron a pasar de los límites aceptables, aún para mi docilidad de entonces: la presión de ser un hombre cumpliendo el rol que se suponía es propio de una mujer; el no poder cumplir con ese modelo que siempre tuve en casa, de un hombre que trabajaba para mantener a su hogar; el estar lejos de mi familia y de cualquier otra persona que no fueran ellas, pues era muy celosa; el tener que aceptar que delante de sus amistades yo no era más que un joven que vivía en su casa; el verla coquetear con otros y no poder ni siquiera mostrar mi malestar; el vivir con una chica que no podía salir ni tener amigos y que a sus 14 ya no era tan niña (más de una vez la sorprendí espiándonos al hacer el amor) y que se apegaba cada vez más a mí; las continuas críticas por no hacer –o ser- todo lo que ella esperaba; todo esto, y más, fue el germen de un final que, sí o sí, tenía que llegar...

Relatar el cómo terminó sería ya demasiada infidencia (a pesar de todo, ella merece que calle algunas cosas), y en realidad no viene al caso, lo importante es que se entienda el por qué creo comprender –mejor que el general de los hombres- los sentimientos de algunas mujeres...

Claro está que esta experiencia -y la forma traumática en que terminó- me cambió absolutamente, para todo el resto de mi vida. Entre las cosas rescatables, está el haber aprendido que no se debe hacer cualquier cosa que nos pidan, sin pensarlo antes (nunca más fui dócil ante nadie); el que no aceptar ciertas cosas no implica una falta de amor, y que sí puede serlo el exigirlas; el que ser parte de una pareja verdadera es compartir todas las cosas y no ser uno más que el otro; el que debemos saber valorar a la otra persona, y saber exigir el ser valorado de la misma forma; y el haber comprendido que, si bien no podemos vivir sólo para nosotros mismos, tampoco podemos vivir sólo para otro.

2 comentarios:

  1. Turbadora entrada.
    Me ha encantado descubrir la palbra "infidencia".
    Esa historia es de las que marcan pero como muy bien dices, eres como eres por esa historia, entre otras cosas.

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  2. Cada entrada tuya que leo me descubre algo nuevo, y me acerca más a comprenderte.
    Un beso

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Sólo dilo, no te cortes...