09 noviembre 2014

Escribir, cualquiera puede, dicen...

No era sino un oscuro personaje, un aseador más en aquel periódico, el mayor y de más rancio linaje, en esa ciudad. 

Cumplía su trabajo con tesón, siempre responsable y siempre esforzándose un poco más por hacer las cosas bien. Eso le había ganado la buena voluntad de su jefe, un hombre más joven que él, y quizá si demasiado pagado de sí mismo. Su esfuerzo por cumplir en la mejor forma con lo que se le pedía, hizo que lo destinaran como aseador de los principales ejecutivos: el Director del periódico y el Gerente de la empresa. Primero la del uno y luego la del otro, debía dejar impecables ambas alfombradas oficinas, manteniendo cada cosa, cada papel, cada mínimo detalle tal como sus dueños gustaban de tenerlos. Luego debía continuar con la Redacción, en donde trabajaban los periodistas, para terminar con las oficinas comerciales, las últimas en recibir a sus ocupantes.

No era un gran trabajo, distaba demasiado de ser lo que algún día soñara, pero lo hacía con ganas y responsablemente. Su hijo, nacido hacía poco, le daba el ánimo para hacerlo sin amargarse ni deprimirse. A pesar de cierta pobreza, no parecía ser una mala vida. No era él un hombre que gustara de salir, tampoco de deportes, ni siquiera era fanático de algún equipo de fútbol. No, lo suyo era estar en casa, con su gente. Y leer. Leer, y escribir. Por sobre todo, escribir. Llegó a soñar que algún día escribiría grandes cosas, que leería mucha gente. Pero eso nunca pasó de ser un sueño, a pesar de que en un momento, por un par de días, lo tuvo al alcance de la mano...

Esa oportunidad se gestó un día, casi como cualquier otro, en que quiso opinar sobre algo que sucedía en su ciudad: una gran compañía extranjera había iniciado sus operaciones, y era sabido de todos que contaminaba al hacerlo, pero cada autoridad que alzaba su voz contra eso era cordialmente invitada a visitar sus instalaciones. Después de esa visita, sorpresivamente cambiaban de opinión, y tan diametralmente, que se convertían en ardientes defensores de lo que días antes atacaban. Era algo tan evidente, tan notorio, que sorprendido de que a nadie le pareciese esto extraño, quiso decir lo que pensaba, hacerlo saber, pero a su alrededor no había nadie que le prestara atención. Sus compañeros de trabajo no pensaban en tales cosas –el fútbol o la última novela eran más importantes- y no sabía a quién decir lo que pensaba.

Pensó entonces en escribir una carta al Director del periódico en que trabajaba, de manera que sus ideas llegaran a alguien, y tal vez a ese alguien le importaran. Y así lo hizo. Resultó ser una carta demasiado larga. Más que carta, era todo un artículo en el que expresaba su opinión. Al releerla, por última vez, antes de entregarla, se dio cuenta que no era una simple carta, y sintió temor de lo que pudieran decirle, de enojar a alguien quizá.

Y entonces, aprovechándose del hecho de que él era quien primero llegaba en las mañanas, que tenía las llaves de las oficinas y acceso a todo, puso la carta, abierta, entre la correspondencia del Director, como si hubiese pasado por las manos -y la censura previa- de su competente secretaria. Ella le había visto salir por la puerta principal, que comunicaba con su oficina, pero no le vio volver a entrar por la puerta que comunicaba con la Redacción - la enorme sala en la que trabajaban los periodistas- y que permanecía desierta a esas horas. Director y Secretaria eran por mucho los primeros en llegar, cada día. Él por gusto, ella, por obligación.

Llegado el Director, y una vez tras su escritorio, después de una rápida lectura de la edición del día, leyó la correspondencia. Y entre ella la carta. Interesado en lo que leía, buscó al pie el autor, pero no encontró nada. Dio vuelta la hoja, la revisó de lado a lado y, molesto, llamó con voz perentoria a su secretaria, para pedirle cuenta de tamaña falta.

¿Dónde estaba el remitente? ¿Quién había escrito esa carta, que más que eso era toda una crónica? ¿Cual era la justificación que tenía para hacerle llegar un escrito anónimo, hecho inaceptable según las normas por él impuestas?

Ella -muy profesional- lejos de admitir o negar que lo hubiera hecho, le pidió la carta, la leyó rápidamente, y sólo entonces le dijo que había estimado que lo que decía podría ser de su interés, pese a no traer los datos de su autor, y por eso se la había hecho llegar. El director no dijo nada. Refunfuñando, como si aceptara que había razón en lo que decía, se limitó a asentir con la cabeza, por lo que ella se retiró, volviendo a sus obligaciones.

El hecho no quedó ahí. Al tercer día, en la edición dominical, ocupando la mayor parte de la sección de Cartas al Director, apareció el escrito publicado con una identificación falsa, como único medio de cumplir con la norma y no perderlo sólo por ello.

No podía caber más alegría en el corazón de ese hombre, y esa semana ya no le importó el asfixiante olor del tabaco de pipa, impregnado en cada papel, en cada alfombra, en cada mueble de la oficina, al limpiarla. Sonreía al hacerlo, como si algo tan simple como esa publicación fuese en verdad un gran triunfo. Sentir de la gente simple, para quienes cualquier mínima cosa es motivo de alegría.

Pasados unos días, y con el recorte del periódico cuidadosamente guardado dentro de uno de sus queridos libros, ¿cómo no pensar en repetir esa “hazaña”? Volvió a hacerlo, volvió a escribir y a entregar cartas, más de una vez. Pero ya no podía saltarse la vigilancia de la secretaria, cuyos agudos ojos -desde aquella primera vez- no se perdían detalle de lo que ocurría a su alrededor.

Había duplicado su celo, molesta por haberse dejado sorprender. No entendía cómo pudo pasar eso, cómo pudo llegar esa carta al escritorio de su jefe, sin que ella lo advirtiera. Debe perdonársele que no se le pasara por la mente que ese hombre silencioso que limpiaba muebles y pisos tuviera algo que ver con el asunto. Nunca había conocido a un aseador que hablara de otra cosa que del clima del día, o del partido del fin de semana, si es que hablaban. ¿Cómo podría imaginarse, pues, que el que ahora tenía pudiera escribir, y más aún, hacerlo al gusto de su jefe?
Según pasaba el tiempo, y valiéndose de uno u otro medio, el hombre aquél hacía llegar al Director lo que escribía, sin darse a conocer. La secretaria lo recibía junto a la correspondencia, sin imaginar de qué tan cerca venía, y se lo entregaba al Director -ahora con su venia y pese al anonimato-, el que publicaba de aquello lo que le gustaba, cada vez más asiduamente.

Y todo iba bien, y todo mundo estaba contento, excepto la secretaria. No podía simplemente quedarse sin saber el cómo y el quién. Eso le resultaba inaceptable. Poco a poco estrechó el círculo, interrogando a los porteros y a los mensajeros, sutilmente, acerca de quién llevaba aquellos sobres anónimos. Lo más que pudo averiguar es que solían aparecer en la portería, junto a la correspondencia recibida durante el día, pero ninguno de ellos recordaba que alguien los hubiera llevado, o que los hubieran encontrado en la casilla de Correos. Y esas continuas pesquisas sin resultado la llevaron de nuevo al comienzo: a esa primera carta, la única que había llegado de manera diferente, pues había aparecido entre la correspondencia ya abierta y revisada por ella, y sobre el propio escritorio del Director.

Y pensando en ello una y otra vez, no encontró más que una posibilidad: el aseador la había puesto allí, temprano en la mañana, antes que ella llegara. Y con esa idea en mente, comenzó a hablarle, mientras cumplía sus tareas, preguntándole cosas al parecer casuales, pero por las que esperaba saber algo más de él. Lo que ella imaginaba es que ese hombre, siempre tan callado, se había prestado para llevar esa carta de alguien más, tal vez alguien cercano, tal vez alguien que lo recompensó por ello. Tal vez alguien de allí mismo, del periódico.

Las mujeres saben bien ganarse la confianza de los hombres. Más aún cuando ese hombre tiene un puesto bastante por debajo del suyo. No obstante, de esas conversaciones sólo llegó a averiguar que la única persona cercana para él en el periódico –y fuera de él- era una periodista que trabajaba allí, con la que tenía cierta amistad. Y eso la descartaba, obviamente, porque no tenía sentido que escribiera a escondidas en la misma publicación en que debía hacerlo a diario.

Cansada ya de hacer de detective infructuosamente, se decidió una mañana de sábado a jugarse el todo por el todo y, apenas entrando a la oficina, dejó su cartera sobre el escritorio y –mientras él de rodillas limpiaba una mancha de la alfombra- lo acusó directamente de haber dejado aquella carta en el escritorio. Lo sorpresivo de sus palabras lo confundió, sus mejillas se tiñeron ligeramente de rojo y su mirada reflejaba una clara culpabilidad al mirarla. Una mirada muy distinta a la de ella, por cierto, ya que sus ojos y su rostro todo reflejaban la alegría por el triunfo conseguido, por esa tácita confesión. Lo había averiguado, ¡por fin!

Mas esa alegría mutó en sorpresa, poco después, cuando el admitió haber dejado allí esa carta, pero no para otra persona, sino para sí mismo. Aseguraba ser el autor de ella, y de las siguientes. Ella no quiso creerle, en un principio, y de hecho no lo hizo sino hasta que él le mostró un escrito a medio hacer, que llevaba en el bolsillo…

El pedirle su discreción y su complicidad, aunque aceptadas por ella, no sirvió sino por un tiempo. Un corto tiempo. Mujer al fin y al cabo, no pudo callar lo que sabía y -tal vez pensando en que era su deber, tal vez pensando en que le hacía un bien- decidió un día, sin consultarle ni decirle, hacerle saber la verdad a su jefe. Le contó entonces que la persona que escribía no era otro que el hombre que hacía aseo en su oficina, cada mañana.

El Director, con menos dudas que ella al saberlo, le hizo llamar inmediatamente y, muy serio, lo reconvino por lo que había hecho, por no atreverse a dar la cara (cosa fácil de decir cuando el mundo se mira desde arriba), y le ofreció luego cambiar de empleo, de status, de vida, y ser reportero de su periódico.

"No me importa que no tenga título de periodista, escribe mejor que todos los que tengo", le dijo.

No era simple confusión lo que había dentro suyo en ese momento, era un maremagnum de pensamientos, de visiones, de futuros posibles, de soles radiantes. Pero un poco de lucidez se abrió paso en su mente, y pensando en su esposa y su hijo recientemente nacido, le pidió un par de días para tomar una decisión. Con evidente molestia aceptó el laureado periodista la dilación de la respuesta, y con un simple ademán le indicó que podía retirarse.

Al día siguiente, fue la secretaria del Gerente de la empresa quien lo hizo llamar. Una vez ante ella, lo hizo pasar de inmediato a la gran oficina a la que ningún empleado gustaba de entrar. El Gerente, con su habitual sequedad, le explicó que el Director había ido a hablarle sobre los planes que tenía para él. Y seguidamente agregó, con frialdad, que aquella empresa era una calle de un sólo sentido: hacia arriba. Eso significaba que de aceptar la oferta de cambiar de puesto, no podría volver al que ahora tenía -ni a ningún otro-, si aquello que él consideraba una aventura no daba resultado.
Tendría que irse.

Eso lo atemorizó un poco. Sin embargo, al llegar a casa, su esposa lo escuchó calladamente, mientras él, con inevitablemente creciente entusiasmo, le explicaba lo sucedido. Cuando terminó de hablar, ella le dejó la decisión, dispuesta a aceptar lo que determinara y convencida –dijo- que podría hacerlo bien. Durante la noche, la almohada le aconsejó que siguiera adelante, y por la mañana al levantarse todo se veía claro: aceptaría.

Nunca llegó a hacerlo. Antes de que alcanzara a entregar su respuesta, ocurrió algo que cambió todo.

Su jefe había mandado a otro a limpiar las oficinas principales, cuando llegó ese día. De modo que después de realizar las otras tareas que le había dado para esa hora, se fue a limpiar la Redacción. Y allí estaba, barriendo, mientras los periodistas esperaban la reunión de pauta con el Editor, como hacían de lunes a sábado. De pronto, la puerta de la oficina del Director –que daba a esa sala- se abrió violentamente, para dejarle paso. Entró airado, agitando el periódico en la mano, y gritando en contra de quien había escrito un artículo, y aún más, contra la bajada de la primera página. Se habían cometido errores serios y el mayor era el feo gazapo de la portada. Cosa por demás imperdonable en un periódico de tan rancio linaje.

Rodeado por todos –Editor incluido- comenzó entonces a decirles que no servían para su trabajo, que eran pésimos escribiendo y que ni siquiera eran capaces de contar una noticia de forma que fuera creíble, para luego terminar su discurso poniéndolo a él -ante su espanto- como ejemplo:

"Este hombre, que barre todos esos papeles borroneados que dejan por el suelo, escribe cien veces mejor que ustedes, debería darles esa escoba a ustedes para que barrieran, y hacer que él escribiera en su lugar, pero si así fuera no tendrían nada que barrer, porque todo lo que escribe está bien escrito, ¡y sirve!".

De esa forma le habló a su gente, delante suyo y señalándolo con el dedo, y él, con la vista baja y sin dejar de barrer, vio sus caras y entendió -claramente- que nunca podría trabajar ahí, con ellos. Cómo iba a hacerlo? Sin tener sus estudios, sin su título, claramente preferido por el Director, nunca sería uno de ellos, un compañero de labores. Lo odiarían, seguramente, más de lo que ya lo hacían en ese momento. Nunca dejaría de ser un intruso, un maldito advenedizo. Aún su amiga periodista, allá atrás, a medias sentada sobre su escritorio, se veía molesta, muy molesta. No apartó la vista cuando la miró, es cierto, pero no lo es menos –tampoco- que su rostro parecía tallado en piedra.

Al día siguiente, con un pesar muy grande dentro, le dijo que no al Director. Él se molestó mucho, no quiso entender las razones a medias dichas, y no le perdonó que no aceptara su oferta. Incluso su trato se volvió desagradable. Ni siquiera le dijo que se marchara de la oficina, sino que lo dejó ahí, ignorado. De modo que se retiró sin decir nada, en silencio.

Su jefe, por otra parte, se sentía agraviado por lo que había hecho, y por haber sido el último en enterarse de lo que estimaba una traición. De modo que pensó en castigarle por sus aspiraciones, y lo cambió de área de trabajo, sin saber que -en el fondo- lo ayudaba. Y es que allí, haciendo aseo entre la penumbra de las prensas, en las frías salas de compaginación y bajo las rojas luces de los cuartos oscuros, con el pasar del tiempo olvidó todo lo ocurrido y dejó de escribir, hasta el punto de olvidar que podía hacerlo. 

Y su vida siguió siendo la que siempre fue, oscura, sombría y anónima.

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[Se podría pensar, cuando se mira desde afuera, o cuando se mira desde el punto de vista de 25 años después, que la decisión no fue la correcta, pero para ese hombre que sólo quería seguridad para su familia, no había otra.]

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1 comentario:

Sólo dilo, no te cortes...