11 septiembre 2011

Hada, o mi casi-matrimonio...


Hace un par de semanas, mientras botábamos cosas viejas, encontré una muy ajada libreta de direcciones. Ese artículo que hoy por hoy es casi un mito, y cuyo nombre se aplica más que nada a nuestro programa de correo favorito. Pero, en aquellos años todavía era la única manera de conservar las direcciones de correo –y algunos teléfonos, que no cualquiera tenía- de las personas que nos interesaban.

Y allí, entre esas direcciones, estaba la de la primera mujer (que no la única), que me ha pedido matrimonio.
Mil recuerdos se me vinieron a la mente, así como el pensamiento casi obligado en estos casos: ¿qué será de ella?. Su nombre (el segundo, que el primero no le gustaba) era Hada. Tenía –si mal no recuerdo- unos tres años más que yo, y era una chica malcriada, de ésas con mucho dinero. Su padre era un ejecutivo de un astillero naval, en una ciudad costera.

Nos conocimos con ocasión de realizar un curso de dos meses en la capital. Esto ocurrió mientras hacía yo el servicio militar, y nos juntamos en ese curso un grupo mixto de gente de todo el país. Habían varias chicas. Con todas fuí muy amable -como siempre fui-, e incluso intercambié mis botas con una de ellas: como siempre sucede en los regimientos, a mí, que calzaba 39, me habían dado botas 41. A ella, que era una valdiviana descendiente de alemanes y calzaba 42 (medía como 1.80) le habían dado 38. No podía usarlas, los pies le mataban. Cuando me enteré, le propuse el cambio, que aceptó encantada. Así ambos quedamos con un número menos, lo que era soportable.

La última en llegar, of course, fué Hada.  Con lentes y aspecto de nerd, me gustó enseguida (me atraen las mujeres inteligentes). Y con sus aires de princesa desvalida abandonada entre villanos, se las arregló para ganarme el corazón de caballero andante que llevo dentro.
A la semana ya estaba conquistada. Que se conquistó sola, en verdad, porque yo no fuí con ella más amable que con las demás chicas del curso. Y quizá si menos. Pero una mañana llegó y me tomó del brazo y no me soltó más. Desde ese momento pasé a categoría “suyo” y con gusto acepté ese “adueñamiento”.  

Cuando el curso terminó, y había que volver a casa, Hada andaba callada y triste. Conseguí quedarme aún unos días más en el alojamiento que nos habían dado, aunque ya sin alimentación. Pero cuando uno se siente enamorado, pues ni hambre dá. Menos aún a los 19 años. Ella nunca estuvo alojada con nosotros, sino en una casa enorme en el “barrio alto” de la ciudad -de un pariente, según dijo un día que me llevó hasta allá- de modo que no tenía problemas tan simples como pensar en qué comería al día siguiente. Yo ya estaba adelganzando con ese régimen de sólo besos y caricias, y en mi regimiento debían preguntarse el por qué, habiendo terminado el curso hacía más de una semana, yo no aparecía por allí, de modo que le dije que tenía que irme.
Me abrazó, llorando, pidiéndome que no me fuera.  Y entonces, de pronto, se le ocurrió la brillante idea y sus ojos se secaron, para fijarse en los míos al tiempo que me decía: cásate conmigo. Vámonos juntos a mi ciudad, a mi casa, yo hablaré con mi papá, y nos casaremos. Así estarás siempre conmigo.
Me imaginé esa escena: su papá sentado en un fastuoso living –tal vez con una pipa en la mano- escuchando a su hijita adorada decirle que había decidido dejar a su novioadineradodebuena familia por este esmirriado jovenzuelo desertordelserviciomilitarsinprofesiónnioficionidóndecaersemuerto.  Y supe que no había ningún futuro en eso.
Le dije pues que no se podía, que primero debía volver a mi ciudad, presentarme al regimiento –que me había enviado al curso-, terminar mi período de servicio y luego, recién, irme dónde ella y que hablara con su padre si quería.
Aceptó a regañadientes, y con mil promesas de amor eterno, me dejó partir y volvió a su tierra.
Cartas iban y cartas venían, las primeras suyas derramaban promesas de amor por los cuatro costados. Eran sólo cuatro meses lo que había que esperar, ¿qué son cuatro meses?.
Pero nunca llegaron a ser. Para Navidad (dos meses más tarde), ya las cartas no eran cartas, sino postales. Para enero, recibí sus últimas letras, donde me decía que yo había tenido razón desde el principio, cuando entre abrazos y besos traté de que entendiera de que lo suyo no era amor, sino sólo una pasión fugaz,  el gusto de una aventura prohibida (aunque me dolía, me daba cuenta de ello).  Y así fue que se despidió, diciéndome que había vuelto con su antiguo novio.

A esa edad uno todavía llora cuando un amor se acaba, de modo que pené por ella casi un año, pero eso ya es otra historia...

.

3 comentarios:

  1. Vaya..., con lo que duele que te rompan el corazón a los 19 años (luego también duele, pero menos). ¿Será feliz Hada? Espero que tú lo seas (a pesar del título de tu blog:).
    Un beso

    ResponderEliminar
  2. Ainssss, a esa edad todo se hace un mundo.

    ResponderEliminar
  3. Estas cosas pasan cuando uno deja su corazón suelto por ahí, sin collar ni correa.
    No puedes evitar que se vaya detrás de la primera que pasa...

    ResponderEliminar

Sólo dilo, no te cortes...