24 septiembre 2010



Esta tarde, venía en el bus con mi madre, a quien llevé al médico (bronquitis).

En una esquina subió un hombre ya anciano,
con poco y blanco pelo sobre la cabeza,
con el labio inferior algo caído, un tanto encorvado y con tembloroso paso.

Se quedó allí, en el pasillo, mirando dudoso un asiento vacío junto a una ventana,
y luego al pasillo nuevamente, y así...
No se movía, no tomaba una decisión, sólo permanecía allí.

De pronto, cuando el bus ya casi partía, se escuchó detrás de él una voz
que aún siendo baja, era fuerte, dura: "súbete".
El anciano caminó por el pasillo, dejando a la vista una mujer,
anciana como él, de cabello blanco como él,
pero con la mirada clara, el gesto adusto
y la espalda recta como una flecha.

"Siéntate", fue lo siguiente que dijo,
y el anciano tomó el asiento vacío que estaba junto a él.
La señora de rostro duro se sentó a su lado,
con la mirada fija al frente, silenciosa ahora.

No pude dejar de pensar:
tan orgullosos que somos los hombres,
con tan poco cariño que tratamos -a veces-
a nuestras mujeres,
y al final, terminamos necesitando de ellas para todo...
Por si fuera poco, las más de las veces
las dejamos solas viviendo sus últimos días.

Admirables las mujeres, sin duda,
y pese a todos lo defectos que puedan tener,
terminarán siendo, siempre, mejores que nosotros.

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